Una ciudad portuaria innombrada, en Galicia. Tiempos de recesión. Los astilleros, que daban trabajo a un buen número de gente, han cerrado. Un grupo de amigos se vio afectado. Uno de ellos se apaña bastante bien regentando un bar. Otro trabaja de guardia jurado. El resto ha pasado a engrosar las listas de parados.
Decididamente, Fernando León se aleja del «hallazgo de guión», que tan buen resultado le dio en Familia. Prefiere ensayar de nuevo el cine social de Barrio, ampliando el campo. Con más inteligencia que Ken Loach, procurando aligerar la indudable carga ideológica, a través de la humanidad de los personajes. Junto a Ignacio del Moral maneja un guión aparentemente invertebrado, con diálogos plenos de naturalidad, dichos por un reparto perfecto, en el que destaca Javier Bardem. Y logra transmitir emociones sencillas con enorme fuerza.
Tras la aparente levedad de la trama se nos habla de los rígidos mecanismos de una sociedad insolidaria, incapaz de dar trabajo a las personas de cierta edad, que socava los lazos más sagrados, que aboca a los más débiles a la salida en falso. Nadie tiene la culpa y todos la tienen. La falta de ocupación laboral se revela mal gravísimo, no solo por las carencias económicas que comporta, sino porque el hombre que no trabaja deja de ser hombre: su dignidad se ve gravemente afectada. Elevando la reflexión, se llega a decir que «Dios no cree en los hombres». Esa culpabilización divina conduce a la desesperación. Evita León los didactismos fáciles que llevan a condenar a personas e instituciones, pero deja su film un regusto de amargura y derrotismo, como si el actual estado de cosas fuera inalterable. Al final queda solo un vago sentido de la lealtad para jugarlo todo a la carta de la supervivencia.
José María Aresté