Agujeros negros: los objetos más fascinantes del universo

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Un agujero negro captura la luz y arrastra el espacio-tiempo a su alrededor. Representación basada en una observación del satélite Rossi X-ray Timing Explorer (Imagen: NASA)

 

La Real Academia de Ciencias Sueca ha concedido el premio Nobel de Física de 2020 a Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez –la cuarta mujer que lo recibe– por sus decisivas contribuciones a nuestro conocimiento de los agujeros negros. Aunque el premio de 2017, otorgado a la observación de ondas gravitatorias estuvo indirectamente relacionado con los agujeros negros cuya colisión había generado esas ondas, esta es la primera vez que el Nobel está explícitamente dedicado a esos oscuros objetos masivos de los que ni siquiera la luz puede escapar.

Los agujeros negros son un concepto de la física moderna, pero su posible existencia se puede intuir en el contexto de la física newtoniana. Ya en el siglo XVIII se especuló con la posibilidad de un planeta suficientemente grande o denso como para que su velocidad de escape (la mínima necesaria para poder alejarse hasta el infinito) fuera superior a la de la luz. En ese escenario, incluso la luz quedaría atrapada en el entorno del planeta. Un observador externo vería una mancha negra porque del planeta no le podría llegar ni siquiera la luz emitida.

En el marco de la teoría general de la relatividad, propuesta por Einstein en 1915, la posible existencia de un agujero negro (término acuñado muchos años después) se puede plantear de forma precisa, pues esa teoría describe correctamente el comportamiento de la luz (y del espacio-tiempo en general) en presencia de un campo gravitatorio. La primera aplicación de la relatividad general ha llegado casi un siglo después: en la tecnología GPS es necesario tener en cuenta que, debido a la altitud y la consiguiente menor gravedad, el tiempo en un satélite transcurre más rápidamente que en la superficie de la Tierra.

Las dudas de Einstein

Las ecuaciones de Einstein de la relatividad general permiten la existencia de agujeros negros. Si una masa se concentra en un espacio suficientemente pequeño, se forma una superficie cerrada llamada “horizonte de sucesos” porque ningún evento acaecido en su interior puede llegar a ser conocido en el exterior, dado que ni siquiera la luz emitida puede llegar a salir.

Para formar un agujero negro, la masa del Sol tendría que concentrarse en una esfera de 3 km de radio. Una masa como la de la Tierra tendría que concentrarse en un radio de 1 cm. Estas altísimas densidades no se llegan a alcanzar porque otros mecanismos impiden el colapso gravitatorio. Sin embargo, esos mecanismos resultan insuficientes cuando la masa total es muy grande. La Astrofísica actual nos dice que el destino final de una masa superior a tres masas solares es la formación de un agujero negro.

El teorema de Roger Penrose sobre agujeros negros se considera el resultado más importante en relatividad general desde Einstein

Einstein fue siempre muy escéptico acerca de la existencia real de agujeros negros, pero otros físicos fueron desentrañando su viabilidad. Oppenheimer demostró que una distribución de masa esférica sin rotación evoluciona hacia una singularidad en la que la masa se concentra con densidad infinita en un solo punto. Pero existían dudas sobre la generalidad del resultado, pues quizás la singularidad final solo se daba en las condiciones ideales del teorema, casi imposibles de satisfacer en un escenario real. Durante décadas, una nube de incertidumbre teórica y observacional permeó todo lo relativo a los agujeros negros.

El teorema de Penrose

La situación empezó a cambiar hacia 1960. Desde el lado observacional, comenzó el descubrimiento de los objetos cuasi-estelares o cuásares, que son fuentes muy intensas de ondas de radio no acompañadas de luz visible. Pronto se sospechó que los cuásares podían ser agujeros negros supermasivos ubicados en el centro de galaxias.

En el frente teórico, Roger Penrose demostró un teorema que se considera el resultado más importante en relatividad general desde el trabajo fundacional de Einstein. Penrose probó que el colapso gravitacional podía tener lugar en condiciones muy generales, es decir, no necesariamente ideales. Dentro de una “superficie atrapada”, todos los rayos de luz convergen a un mismo punto en el futuro.

Penrose utilizó y creó técnicas matemáticas que marcan el comienzo de la relatividad general moderna. Gracias a su formación inicial como matemático, distinta a la habitual en otros físicos teóricos, Penrose ha tendido a seguir una línea de pensamiento independiente que le convierte en uno de los físicos más originales del último medio siglo. Publicó otros trabajos importantes sobre singularidades, algunos en colaboración con el gran físico Stephen Hawking, indirectamente honrado a título póstumo por el Nobel de este año.

Las primeras pruebas

Estos nuevos teoremas y descubrimientos estimularon la búsqueda sistemática de pruebas de la existencia de agujeros negros. En este contexto, las investigaciones de los grupos de Genzel (Garching y Berkeley) y Ghez (Los Ángeles) han tenido una importancia decisiva.

A principios de los 90, Genzel y Ghez se propusieron estudiar en detalle la constelación Sagittarius A* ubicada en el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea, utilizando para ello el observatorio europeo en Chile y el norteamericano en Hawaii, respectivamente. Se sabía que había una gran cantidad de masa muy densa en el centro de nuestra galaxia, pero para poder afirmar que se trata de un agujero negro y no de un mero enjambre de estrellas de alta densidad, tenían que demostrar que esa masa estaba concentrada en un volumen suficientemente pequeño. Para ello era necesario medir las trayectorias de estrellas que giran en torno al objeto supermasivo con una precisión inalcanzable en aquel momento.

Los agujeros negros han pasado de ser una extraña predicción de la relatividad general a ser una realidad cotidiana de la astrofísica

Los grupos de Genzel y Ghez tuvieron que vencer numerosas dificultades técnicas para mejorar la resolución. Se concentraron en observar la radiación infrarroja-cercana de 22 micras por ser la que mejor atraviesa el ingente polvo cósmico que media entre nosotros y el centro galáctico. Las necesidades de observación continua impedían el uso de observatorios espaciales, por lo que tuvieron que utilizar creativamente técnicas de óptica adaptativa para compensar la distorsión causada por las turbulencias en la atmósfera.

Un trabajo de 25 años

Trabajando de forma independiente, ambos grupos siguieron la trayectoria de varias estrellas durante más de 25 años. La precisión conseguida fue suficiente para determinar que esas estrellas giran alrededor de una masa de unos 4 millones la masa del Sol concentrada en un espacio tan pequeño que la alta densidad resultante solo puede ser atribuida a un agujero negro. Se puede afirmar hoy que la evidencia a favor de la presencia de un agujero negro supermasivo en el centro de nuestra galaxia es abrumadora.

La decisión de la academia sueca reconoce el hecho de que los agujeros negros han pasado de ser una extraña predicción de la relatividad general a ser una realidad cotidiana de la astrofísica y la cosmología. Su interior nunca lo podremos conocer. O, si alguien lo llega a conocer, no lo podrá contar a los que nos quedemos fuera. Probablemente, las singularidades predichas por la teoría actual, con sus molestos infinitos, serán suavizadas por una teoría más sofisticada que incluya la gravedad cuántica, pero en la actualidad todavía no tenemos esa teoría. Harán falta experimentos muy bien pensados y más físicos con el talento y la imaginación de Roger Penrose para poder reconciliar la gravedad con la mecánica cuántica y llegar a comprender mejor lo que puede estar ocurriendo en el interior de esos fascinantes objetos cósmicos que son los agujeros negros.

Fernando Sols
Universidad Complutense de Madrid
Secretario General de la Real Sociedad Española de Física

 

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