Fomentar el desarrollo económico para combatir el cambio climático

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Michael Shellenberger, activista climático, sostiene en No hay apocalipsis que el alarmismo medioambiental lleva a tomar decisiones equivocadas.

Mucha gente quizá no sepa que las emisiones de gases de efecto invernadero se han reducido considerablemente durante los últimos diez años en los países más desarrollados o que hoy día mueren menos personas por desastres naturales que hace un siglo.

Tampoco que sufrimos menos incendios y que la temperatura media ha aumentado de dos a tres grados sobre niveles preindustriales, no cuatro. Dicho de otro modo, que, aunque es indispensable que cuidemos del medio ambiente, el futuro que nos espera no es tan dantesco como insinúan los alarmistas del clima.

Según Michael Shellenberger, de hecho, el ambientalismo radical puede ser contraproducente y conducir a la adopción de políticas con un importante impacto negativo para nuestro entorno. “Las personas más apocalípticas sobre los problemas ambientales –explica en No hay apocalipsis (Deusto)– tienden a oponerse a las mejores y más obvias soluciones para resolverlos”. Lo dice él, activista convencido y de larga trayectoria, que, desde hace unos años, decidió examinar cara a cara los datos, aprendiendo en su cotejo que el hombre no es solo el problema del medio ambiente, sino casi siempre la solución, como sostiene el “Manifiesto Ecomodernista”, promovido por él y por Ted Norhaus (ver Aceprensa, 29-04-2015).

Ambientalismo sin ideología

Eso no quiere decir que este científico haya recorrido el camino inverso, ni que se haya enrolado en el bando negacionista. Nada de eso. Es consciente de que debemos cambiar muchas cosas si no deseamos que la situación empeore, aunque repute exageradas y carente de base científica las previsiones.

Shellenberger nos ofrece una lectura del cambio climático sin ningún tipo de anteojeras especulativas y considera que la protección de la naturaleza exige sortear el batiburrillo de extremismo climático, anticapitalismo y antihumanismo que subyace en el discurso ecologista predominante.

Su ensayo es una tupida narración en la que se mezclan datos concluyentes con vivencias personales. Desmonta, así, muchas medias verdades. Por ejemplo, explica que la deforestación es consecuencia del progreso económico, denunciando la hipocresía de la parte del mundo más rica, frente a los países que desean emprender un camino más prometedor. Se calcula, además, que entre 1981 y 2016 el planeta ha reverdecido un 40% gracias no solo a la plantación masiva de árboles, sino a la reconversión de tierras agrícolas en pastizales y bosques.

El ambientalismo radical, dice Shellenberger, puede ser contraproducente

La demonización del plástico es otra de las batallas libradas por los apocalípticos, sin reparar en que su uso salvó diversas especies, por ejemplo, de tortugas –que antes se empleaban masivamente para fabricar objetos–, ni en que son más perjudiciales a todos los efectos los bioplásticos que el polietileno. Por no hablar del destino de muchos residuos que los ciudadanos de los países más pudientes clasifican con disciplina militar, que se envían a Malasia, China, Indonesia o India, para acumularse en estercoleros bajo el cielo abierto. Según Shellenberger, sería más “ecológico” construir en estos vertederos del mundo sistemas de gestión de deshechos, que multiplicar a este lado del globo los colores de los cubos de basura.

Impulsar el desarrollo

En opinión de este ecologista norteamericano, lo que se necesita para hacer frente a los desafíos climáticos no es menos desarrollo, sino más. La técnica y los adelantos han permitido al hombre ser más ecológico y más respetuoso con el medio ambiente. Desde un prisma histórico, lo que se percibe es una transición constante hacia fuentes de energía más limpias y potentes. El gas sustituyó al carbón y este a la combustión de la madera, una fuente muy contaminante, que se sigue empleando en muchas regiones pobres y cuya desaparición debería ser uno de nuestros objetivos más prioritarios.

El crecimiento económico es la senda principal que se ha de recorrer para proteger el entorno, lo cual implica buscar componentes que reemplacen a lo natural. “Salvamos a la naturaleza al no usarla y evitamos usarla al cambiar a sustitutos artificiales. Este modo de ahorro –sostiene Shellenberger– es el opuesto al que promueven la mayoría de los ecologistas, que se centran en utilizar recursos naturales de manera más sostenible”, lo que termina, paradójicamente, sobreexplotando el ecosistema.

En este sentido, detecta una falacia muy lesiva tanto para el medioambiente como para la humanidad: la que denomina “falacia de apelar a lo natural”, de acuerdo con la cual todo lo natural es inexorablemente beneficioso, justo, ventajoso, saludable. Y eso no tiene por qué ser así, en primer lugar, porque lo artificial es, en su origen, también natural y, en segundo término, porque a menudo la mejor forma de proteger a la naturaleza y esquivar su explotación es, justamente, promoviendo el uso de sus sucedáneos.

El mito de las renovables

Convengamos con el autor de No hay apocalipsis en que la mejor manera de luchar contra el cambio climático sea promoviendo el desarrollo económico. ¿Cómo subvenir a las necesidades energéticas que este plantea sin deteriorar aún más la atmósfera? Su prescripción es la energía nuclear.

Las renovables no son únicamente más caras, más difíciles de acumular y más inestables. Se puede decir, además, que, frente a la nuclear, son más sucias porque requieren más materiales, generan residuos y pueden dañar en determinados casos la sostenibilidad del planeta. Según las estimaciones, entre 1995 y 2018 se gastaron alrededor de 2 billones de dólares en energía nuclear y 2,3 billones en fuentes eólicas y solares, pero la primera generó más del doble de electricidad.

Shellenberger, que revela que el uso de la energía nuclear es seguro a todos los niveles, atestigua con preocupación que se encuentre en retroceso. Opina que la difusión de la energía renovable retrasaría el desarrollo económico e industrial de los países más necesitados. La alternativa serían las centrales, si no fuera por la mala prensa que tienen en gran parte del mundo y que él se propone combatir, demostrando que se puede compaginar prosperidad económica y respeto hacia la naturaleza.

Frente a la religión apocalíptica del ambientalismo, secularista y opuesta a la concepción judeocristiana, el activista norteamericano apoya un nuevo humanismo que no condene, sino que reafirme la contribución del ser humano en la conservación de su entorno. 

Segundo artículo de una serie sobre ecología. Entrega anterior: “Hacia un ecologismo conservador”

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