Cultivos de droga: sustituir, no erradicar

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En Afganistán, las plantaciones de opio desaparecieron casi por completo cuando los talibán decidieron prohibirlas; caído el régimen, han vuelto a brotar. En la región andina (Bolivia, Colombia y Perú) se erradicaron 230.000 hectáreas de cocales entre 1992 y 2001, y ahora hay 20.000 hectáreas más que antes de la campaña. En ambos casos, el problema es que la droga es mucho más rentable que los cultivos lícitos y la mejor opción que tienen los agricultores para escapar de la pobreza.

Afganistán producía el 70% del opio mundial; de sus cosechas provenía el 90% de la heroína que se vendía en Europa. Cuando los talibán, en julio de 2000, concluyeron que este cultivo era contrario a la ley islámica, sin ayuda internacional alguna barrieron la adormidera del país: de 3.300 toneladas en ese año se pasó a 185 toneladas en 2001. A las arcas públicas siguió llegando dinero del opio durante 2001, pues los talibán prohibieron el cultivo pero no el comercio de adormidera: la pérdida de la tasa sobre la producción, el 10%, se compensó con otra del 20% sobre la venta de los excedentes acumulados.

Para los agricultores, en cambio, fue la ruina. El opio les reporta unos 13.000 dólares por hectárea, mucho más que cualquier cultivo legal (el trigo, por ejemplo, da 400 dólares por hectárea). Además, los narcotraficantes pagan por adelantado. Muchos agricultores, endeudados, tuvieron que emigrar. Desalojados los talibán, han vuelto a sembrar adormidera. No tenían prácticamente otra opción: como el año pasado no hubo la cosecha cobrada a cuenta, esta temporada sus acreedores les han dado semillas, pero no dinero. Para este año se espera una cosecha de 1.900-2.700 toneladas, muy inferior al máximo de 1999 (4.600 toneladas), pero comparable a la media anual de la pasada década.

En abril pasado, el gobierno interino de Hamid Karzai, que sustituyó a los talibán, prohibió no solo el cultivo, sino también la elaboración, la venta y el consumo de opio. Pero ni tiene tanto poder como su predecesor (no domina la periferia) ni puede competir con los narcotraficantes. La compensación que ofrece a los agricultores por arrancar la adormidera, algo menos de 1.250 dólares por hectárea, no llega a la décima parte de lo que reporta el opio. Así que los campesinos han desoído las órdenes, aunque el gobierno ha avisado que hará respetar la ley. Casi nadie cree que vaya a conseguirlo, sobre todo en las regiones y donde apenas llega el brazo del gobierno y siguen bajo los mismos caudillos locales que antes sostenían su poder con los beneficios de la droga.

«Sin trabajo, sin dinero, sin alimentos, sin nada, ¿quién hace caso a Karzai?», dice un campesino al enviado especial de Le Monde (10-IV-2002). Y añade: «Estamos dispuestos a dejar de cultivar [adormidera], pero a condición de que tengamos carreteras, tractores, fábricas donde obtener trabajo…». Según Bernard Frahi, director del Programa de la ONU para el Control Internacional de Drogas (PNUCID) en el país, ahora lo primero es asegurar que en otoño, cuando vuelva a ser tiempo de sembrar adormidera, los agricultores dispongan de semillas, abonos y créditos para cultivar otras plantas. Después habrá que aplicar un plan de desarrollo rural que dé a la población fuentes de ingresos lícitas, y eso llevará tiempo (cfr. The Economist, 20-IV-2002). Se puede lograr: en la región paquistaní de Dir, vecina a Nangahar, el opio fue suprimido, aunque costó doce años.

Algo similar ocurre en los Andes, donde la coca da tres cosechas anuales y es el cultivo más rentable. Ocupa unas 230.000 hectáreas de terreno en Bolivia, Colombia y Perú, según cálculos de Contradrogas, el organismo peruano para el control del narcotráfico. Los distintos planes de erradicación han conseguido reducciones transitorias de los cocales, pero han dado escasos frutos duraderos. El gobierno boliviano invirtió 180 millones de dólares para sustituir la coca en la región de Chapare, sin éxito. El Plan Colombia, con ayuda -principalmente militar- de Estados Unidos, aplica la fumigación con herbicidas. En Perú, la superficie de cocales se redujo en casi dos tercios entre 1992 y 2001, según datos oficiales del gobierno del anterior presidente, Fujimori. Ahora se descubre que, si bien ha descendido la producción de coca, ha aumentado la de cocaína. Además, el rendimiento de los cultivos peruanos se ha multiplicado por cuatro o por cinco, hasta alcanzar dos toneladas por hectárea en la zona de Apurímac, según Patricio Vanderberghe, representante del PNUCID (cfr. El País, 7-IV-2002).

«Erradicar no es solución -señala Vanderberghe-, porque deja a los campesinos sin medio de sustento y les obliga a emigrar a la ciudad. (…) El objetivo del Programa de Naciones Unidas es construir algo que permita no recurrir a la coca». La estrategia del actual gobierno peruano es impulsar otros cultivos y actividades económicas en las zonas cocaleras. Los agricultores podrían vivir de la palma aceitera, el algodón, la caña, el arroz, el maíz… si tuvieran facilidad para vender sus cosechas. Eso requiere, primero, construir carreteras que unan la selva con la costa. Pero además se necesita que los mercados extranjeros estén abiertos a las cosechas lícitas, o sea, que los países ricos rebajen los aranceles a los productos agrícolas. Perú espera que el Senado estadounidense apruebe una ley que daría trato de preferencia a las exportaciones andinas.

El objetivo de reducir los cultivos de droga está inextricablemente unido con el desarrollo de las zonas productoras. Y requiere también la aportación de los países consumidores, para reducir la demanda y abrir las aduanas: no pueden quejarse de que les inunden con drogas que sus mercados piden mientras paran el arroz en las fronteras.

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