Un enfermo incurable no es nunca “in-cuidable”

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Doctors examining senior patient with stethoscope in hospital bed

Foto: wavebreakmedia_micro – www.freepik.es

(Actualizado el 3-10-2020)

En la carta Samaritanus bonus, publicada el pasado 22 de septiembre, la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) recuerda que la eutanasia y el suicidio asistido son siempre moralmente inaceptables. Frente a esas prácticas, muestra la necesidad y la nobleza de cuidar y acompañar a los enfermos terminales hasta el último momento.

La carta dirige una mirada atenta a la situación de las personas próximas a morir –con su sufrimiento y angustia–, dando muestra de un realismo que a menudo falta en las propuestas de legalizar la eutanasia y el suicidio asistido. El paciente que reclama la muerte en ejercicio de su libre autonomía es como un “enfermo imaginario”, difícilmente reconocible en el estado de vulnerabilidad de quien se encuentra en ese trance.

La CDF manifiesta preocupación por la posibilidad de que se deshumanice la práctica de la medicina, al deteriorarse la relación de confianza entre médico y paciente. Este riesgo viene, en parte, por la complejidad de los sistemas sanitarios actuales; pero “afecta, sobre todo, a los países donde se están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio asistido y de eutanasia voluntaria de los enfermos más vulnerables”. Tales medidas tienen consecuencias graves: “Niegan los límites éticos y jurídicos de la autodeterminación del sujeto enfermo, oscureciendo de manera preocupante el valor de la vida humana en la enfermedad, el sentido del sufrimiento y el significado del tiempo que precede a la muerte. El dolor y la muerte, de hecho, no pueden ser los criterios últimos que midan la dignidad humana, que es propia de cada persona, por el solo hecho de ser un ser humano”.

“Curar si es posible, cuidar siempre”

La vulnerabilidad humana, señala la carta, es el fundamento de la “ética del cuidado” y lo que da sentido a las profesiones sanitarias: a ellas se les confía “la misión de una fiel custodia de la vida humana hasta su cumplimiento natural”. Indica que el papel de los profesionales de la medicina y la enfermería no puede reducirse a la capacidad de curar al enfermo, sino que debe haber un horizonte antropológico y moral más amplio. Por eso, “cuando la curación es imposible o improbable, el acompañamiento médico, de enfermería, psicológico y espiritual es un deber ineludible”.

“Suprimir un enfermo que pide la eutanasia no es reconocer su autonomía, sino desconocer el valor de su libertad, condicionada por el dolor, y el valor de su vida”

Con palabras de Juan Pablo II en un discurso de 2004, el documento enuncia este principio: “Curar si es posible, cuidar siempre”, y lo glosa así: “Incurable no es nunca sinónimo de in-cuidable”. Cuidar incluye acompañamiento, que contribuye a sostener al paciente terminal, para que no caiga en la desesperación. “El miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se produce, constituyen hoy en día las causas principales de la tentación de controlar y gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con la petición de la eutanasia o del suicidio asistido”.

El documento distingue entre los cuidados paliativos, las leyes sobre el “final de la vida” y la llamada asistencia médica a la muerte, frente a las legislaciones de algunos países, que contemplan todo como partes para una misma solución. La CDF precisa: “Estas previsiones legislativas constituyen un motivo de confusión cultural grave, porque hacen creer que la asistencia médica a la muerte voluntaria es parte integrante de los cuidados paliativos y que, por lo tanto, es moralmente lícito pedir la eutanasia o el suicidio asistido”.

A la vez, el documento señala: “Tutelar la dignidad del morir significa tanto excluir la anticipación de la muerte como retrasarla con el llamado ensañamiento terapéutico”. Por eso, la renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados, dice citando la encíclica Evangelium vitae, “no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte”.

Pero mantener la vida del enfermo mediante medios “artificiales” no es necesariamente obstinación terapéutica. En concreto, “no es lícito suspender los cuidados que sean eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales, mientras que el organismo sea capaz de beneficiarse”. Entre esos cuidados, la carta menciona las “ayudas a la hidratación, a la nutrición, a la termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a la respiración, y otras más, en la medida en que sean necesarias para mantener la homeostasis corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y sistémico”.

El papel de los que acompañan

Un papel importante tienen la familia y los amigos que acompañan al que padece en la cama: “Aquellos que están alrededor del enfermo no son solo testigos, sino que son signo viviente de aquellos afectos, de aquellas relaciones, de aquella íntima disponibilidad al amor, que permiten al que sufre reconocer sobre él una mirada humana capaz de volver a dar sentido al tiempo de la enfermedad”.

Esa mirada que se tiene sobre la persona enferma, dice la CDF con palabras del Papa Francisco, debe partir de un corazón compasivo: “Muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. Sin compasión, el que mira no se involucra en lo que observa y pasa de largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se conmueve y se involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede”. En cambio, la eutanasia puede ser como lavarse las manos: “Suprimir un enfermo que pide la eutanasia –dice la CDF– no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla, sino al contrario: significa desconocer el valor de su libertad, fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su vida, negándole cualquier otra posibilidad de relación humana, de sentido de la existencia y de crecimiento en la vida teologal”.

“La compasión humana no consiste en favorecer la muerte, sino en acoger al enfermo”

Al examinar las circunstancias en las que se pide la eutanasia, la carta hace notar la influencia que puede tener el mal cuidado que se presta al enfermo. “Desde la perspectiva clínica, los factores que más determinan la petición de eutanasia y suicidio asistido son: el dolor no gestionado y la falta de esperanza, humana y teologal, inducida también por una atención, humana, psicológica y espiritual a menudo inadecuada por parte de quien se hace cargo del enfermo”.

Obstáculos culturales

El oscurecimiento de la conciencia del valor sagrado de toda vida humana está influido, señala la carta, por algunos “obstáculos culturales”. Uno es cierto “uso equívoco de los conceptos de ‘muerte digna’ y ‘calidad de vida’”. Esta visión es fruto de “una perspectiva antropológica utilitarista –dice el Papa Francisco– vinculada preferentemente a las posibilidades económicas, al ‘bienestar’, a la belleza y al deleite de la vida física, olvidando otras dimensiones más profundas”.

Otro obstáculo cultural es una errónea idea de compasión: “Ante un sufrimiento calificado como ‘insoportable’, se justifica el final de la vida del paciente en nombre de la ‘compasión’. Para no sufrir, es mejor morir”. Pero “la compasión humana no consiste en provocar la muerte, sino en acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de las dificultades, en ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar el sufrimiento”.

Un obstáculo más es el individualismo, que “hace difícil reconocer el valor de la propia vida y la de los otros dentro de las relaciones intersubjetivas” e “induce a ver a los otros como límite y amenaza de la propia libertad”. Es lo que el Papa Francisco ha llamado “cultura del descarte”, por la que los seres humanos más frágiles corren el riesgo de ser desechados de un engranaje que busca la eficacia a toda costa.

Un crimen en todo caso

En este contexto, la carta examina el valor de disposiciones como los “testamentos vitales” o los protocolos médicos de “no reanimar”, que a veces plantean un conflicto entre la voluntad del paciente y el deber del médico de tutelar la vida de la persona. “Por una parte, los médicos se sienten cada vez más vinculados a la autodeterminación expresada por el paciente. Por otro lado, en algunos contextos sanitarios preocupa el abuso del empleo de estos protocolos con una perspectiva eutanásica, cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es consultado en la decisión final. Esto sucede sobre todo en los países donde la legislación sobre el final de la vida deja hoy amplios márgenes de ambigüedad en relación con la aplicación del deber de cuidado, al introducirse en ellos la práctica de la eutanasia”.

En todo caso, “la Iglesia considera que debe reafirmar como enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana”, porque “con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de un ser humano inocente”. Es un crimen incluso en las situaciones límite, “también cuando la petición de eutanasia nace de una angustia y de una desesperación”. Como recuerda la carta, la CDF declaró en 1980: “Aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia –aunque fuera incluso de buena fe – no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible”.

En suma: “La valoración moral de la eutanasia, y de las consecuencias que se derivan, no depende, por tanto, de un balance de principios, que, según las circunstancias y los sufrimientos del paciente, podrían, según algunos, justificar la supresión de la persona enferma. El valor de la vida, la autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no están en el mismo plano. La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda ocasión y circunstancia”.

Por eso mismo, “toda cooperación formal o material inmediata a tal acto es un pecado grave contra la vida humana”. En consecuencia: “Aquellos que aprueban leyes sobre la eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del grave pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también culpables del escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia”.

No abandonar al niño

La carta examina algunas situaciones especiales, como las patologías prenatales incompatibles con la vida. Aunque no haya tratamientos fetales o neonatales capaces de mejorar las condiciones de salud de esos niños, de ninguna manera deben ser abandonados en el plano asistencial. Se debe garantizar un proceso asistencial integrado hasta la muerte natural. Junto al apoyo de los médicos y de los agentes de pastoral, es fundamental la presencia constante de la familia.

“El niño es un paciente especial y requiere por parte del acompañante una preparación específica tanto en términos de conocimiento como de presencia. El acompañamiento empático de un niño en fase terminal, que está entre los más delicados, tiene el objetivo de añadir vida a los años del niño y no años a su vida”.

Estado vegetativo

Otro caso particular es el de los enfermos en estado vegetativo o en estado de mínima consciencia. “Que el enfermo pueda permanecer por años en esta dolorosa situación sin una esperanza clara de recuperación implica, sin ninguna duda, un sufrimiento para aquellos que lo cuidan”; por eso se recomienda un oportuno acompañamiento pastoral.

Con estos enfermos hay que mantener la alimentación y la hidratación. La carta precisa que la “alimentación e hidratación por vías artificiales son, en principio, medidas ordinarias”. Solo “en algunos casos, tales medidas pueden llegar a ser desproporcionadas, o porque su administración no es eficaz, o porque los medios para administrarlas crean una carga excesiva y provocan efectos negativos que sobrepasan los beneficios”.

Sedación terminal

Una situación especial más es la del tratamiento del dolor de los enfermos terminales cuando ya no responde a analgésicos comunes. En esos casos es aceptable emplear fármacos potentes aun a sabiendas de que “pueden causar la supresión de la conciencia (sedación)”. Para un cristiano, “un profundo sentido religioso puede permitir al paciente vivir el dolor como un ofrecimiento especial a Dios, en la óptica de la Redención; sin embargo, la Iglesia afirma la licitud de la sedación como parte de los cuidados que se ofrecen al paciente, de tal manera que el final de la vida acontezca con la máxima paz posible y en las mejores condiciones interiores. Esto es verdad también en el caso de tratamientos que anticipan el momento de la muerte (sedación paliativa profunda en fase terminal), siempre, en la medida de lo posible, con el consentimiento informado del paciente”.

Donde no se admite la objeción de conciencia, puede haber incluso el deber de desobedecer la ley “para no añadir injusticia a la injusticia”

Ahora bien, la CDF hace una precisión: “El uso de los analgésicos es una parte de los cuidados del paciente, pero cualquier administración que cause directa e intencionalmente la muerte es una práctica eutanásica y es inaceptable. La sedación debe por tanto excluir, como su objetivo directo, la intención de matar, aun cuando pueda acelerar la muerte ya inevitable”.

Objeción de conciencia

Si no es lícito cooperar con la eutanasia, tampoco lo es obligar a alguien a hacerlo. Donde la ley autoriza y regula la eutanasia y el suicidio asistido, la objeción de conciencia por parte de los profesionales sanitarios es la manifestación de que “no existe el derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para tutelar la vida y la coexistencia entre los hombres, no para causar la muerte”.

La objeción es un derecho frente a la ley injusta y un deber ante la propia conciencia. “Nunca le es lícito a nadie colaborar con semejantes acciones inmorales o dar a entender que se pueda ser cómplice con palabras, obras u omisiones. El único verdadero derecho es aquel del enfermo a ser acompañado y cuidado con humanidad”.

La carta subraya que los Estados deben reconocer la objeción de conciencia y “el respeto a los principios de la ley moral natural, especialmente donde el servicio a la vida interpela cotidianamente la conciencia humana”. Allí donde no se admita el derecho a objetar, “se puede llegar a la situación de deber desobedecer a la ley, para no añadir injusticia a la injusticia, condicionando la conciencia de las personas”. Por tanto, “los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla [la objeción de conciencia] como derecho propio y como contribución específica al bien común”.

La Iglesia acompaña a través de sus ministros

En la última parte de la carta, la CDF afirma el compromiso que tiene la Iglesia de acompañar a los enfermos terminales y a sus familias. La parábola del buen samaritano sirve de guía a los sacerdotes y a los demás que realizan este acompañamiento, pues “indica cuál debe ser la relación con el prójimo que sufre, qué actitudes hay que evitar –indiferencia, apatía, prejuicio, miedo a mancharse las manos, encerrarse en sus propias preocupaciones–, y cuáles hay que poner en práctica –atención, escucha, comprensión, compasión, discreción–. (…) El ministerio de la escucha y del consuelo del sacerdote puede y debe tener un papel decisivo. En esta misión es importante testimoniar y conjugar verdad y caridad con las que la mirada del Buen Pastor no deja de acompañar a todos sus hijos”.

La educación tiene también un importante papel para la formación de la conciencia ante la realidad natural de la muerte. Por eso, “a las capellanías hospitalarias se les pide ampliar la formación espiritual y moral de los agentes sanitarios, incluidos médicos y personal de enfermería, así como de los grupos de voluntariado hospitalario, para que sepan dar la atención humana y espiritual necesaria en las fases terminales de la vida”.

Hay otra importante faceta de la atención a los pacientes terminales, que resalta la carta: “Los cuidados paliativos deben difundirse en el mundo y es obligatorio preparar, para tal fin, los cursos universitarios para la formación especializada de los agentes sanitarios. También es prioritaria la difusión de una correcta y meticulosa información sobre la eficacia de los auténticos cuidados paliativos para un acompañamiento digno de la persona hasta la muerte natural. Las instituciones sanitarias de inspiración cristiana deben preparar protocolos para sus agentes sanitarios que incluyan una apropiada asistencia psicológica, moral y espiritual como componente esencial de los cuidados paliativos”.

En fin, la Iglesia invita a imitar al buen samaritano para actuar, acompañar y cuidar. Tomarlo como modelo, tanto en el ámbito profesional como familiar, sería una guía y un impulso para afrontar la situación de la muerte de otra persona con una actitud de cuidado y acompañamiento.

 

Al lado del que sufre

En la presentación de la carta Samaritanus bonus, el prefecto de la CDF, Card. Luis Ladaria señaló la necesidad de manifestar el respeto a la vida humana terminal. Así, es inadmisible que quienes asisten espiritualmente a los enfermos en esa situación den muestra, con algún gesto externo, de que aprueban el acto de eutanasia, “como, por ejemplo, estando presentes en el momento de su realización”.
“Es importante señalar que el dolor es existencialmente soportable solo donde hay una esperanza confiable. Y tal esperanza solo se puede comunicar donde existe una ‘presencia coral’ que espera en torno al paciente que sufre”, precisó por su parte Mons. Giacomo Morandi, secretario de la CDF.
La profesora Gabriella Gambino, subsecretaria del Dicasterio para Laicos, Familia y Vida, dijo que “la atención no puede reducirse al cuidado del enfermo desde una perspectiva médica o psicológica, sino que debe extenderse a esa actitud virtuosa de entrega y preocupación por el otro, que se fundamenta en el cuidado de toda la persona necesitada”.
Gambino subrayó que las leyes de eutanasia y ciertos protocolos médicos que priman la “absoluta autodeterminación de los pacientes” deforman la relación de atención, al tiempo que generan abusos hacia las personas más débiles, como los ancianos, y originan una confusión que oscurece el discernimiento del bien y el mal.
También el profesor Adriano Pessina, de la Università Cattolica del Sacro Cuore, se refirió a los efectos que provoca legalizar la eutanasia y el suicidio asistido. Tales medidas “favorecen un medio cultural en el que las personas que se encuentran en condiciones graves y duraderas de enfermedad, o que tienen que afrontar las fases terminales de la vida, corren el riesgo de ser injustamente estigmatizadas como indignas de vivir, representadas como aquellas que dañan las autonomías de los demás, porque, aunque estén marcadas por la enfermedad, no quieren ceder a la desesperación y anticipar su muerte”.
Precisamente para contrarrestar esta perspectiva es oportuna la carta Samaritanus bonus, que es sobre todo una “exhortación a estar cerca de las personas”; un mensaje que Pessina resumió así: “Cuando no se puede hacer nada, se puede, sin embargo, permanecer al lado de los que sufren”.

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