Las incongruencias de aceptar el suicidio asistido

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Los cuidados paliativos, no la eutanasia ni el suicidio con cooperación médica, son la respuesta justa al sufrimiento de los pacientes terminales, subraya la Conferencia Episcopal de Estados Unidos en una declaración del pasado 16 de junio.

La creación de una categoría de personas que estarían mejor muertas origina una presión sobre los pacientes.

Rechazar el suicidio asistido –legalizado en dos estados, Oregón y Washington– no equivale, señala la declaración, a prolongar la vida con terapias fútiles o desproporcionadamente gravosas. Tampoco supone privar a los pacientes de los tratamientos contra el dolor por temor a acelerar la muerte. Hoy se dispone de medios analgésicos eficaces y se sabe cómo ajustarlos al tipo y grado de dolor que tenga el enfermo. Con ellos, y con la atención al sufrimiento psíquico y espiritual, los cuidados paliativos logran aliviar los miedos y dificultades que pueden llevar a algunos pacientes a desesperar y plantearse el suicidio.

Unos buenos cuidados paliativos –añade la declaración– pueden también permitir a los enfermos atender los asuntos pendientes de su vida, y alcanzar la paz con Dios, con sus seres queridos y consigo mismos. No se debe despreciar este tiempo como si fuese inútil o sin sentido. Aprender a afrontar la última etapa de nuestra vida terrena es una de las cosas más importantes y llenas de sentido que uno ha de hacer, y los cuidadores que ayudan a otros en este proceso hacen también un trabajo de enorme importancia”.

En países que han invocado la idea de autonomía personal para justificar el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria, algunos médicos han terminado por provocar la muerte de adultos que nunca la pidieron y de recién nacidos sin posibilidad de decidir al respecto.

Para que otros no decidan por los vulnerables

Con estas bases, el documento da la réplica a los argumentos a favor de legalizar el suicidio con cooperación médica. Primero, dice, no es esa una forma de dar más libertad a los enfermos. Los supuestos beneficiarios de esas leyes son personas vulnerables. Es frecuente que quienes se plantean suicidarse en situación de enfermedad grave sufran depresión o algún otro problema psíquico. No se puede creer sin más que desean poner fin a su vida con plena conciencia y libertad. La declaración señala que, por el contrario, las leyes de suicidio asistido no exigen que se compruebe primero si hay alguna afección psíquica en quienes lo reclaman, ni impiden que se suministren las drogas letales si se detecta un problema de ese tipo.

Los obispos advierten también que “incluso decisiones aparentemente libres pueden estar condicionadas por la influencia indebida de otras personas”. En principio, la ley protege a todos contra la inducción al suicidio, pero donde se admite la cooperación médica al suicidio se hace una excepción con una clase de personas, las que tienen una esperanza de vida corta, generalmente inferior a seis meses. Tal definición resulta necesariamente ambigua, tanto porque la estimación no puede ser exacta, como porque la esperanza de vida es mayor o menor, según los cuidados que reciba el enfermo. Por eso siempre existe el riesgo de que la categoría se extienda a pacientes no terminales.

En todo caso, la creación de una categoría de personas que estarían mejor muertas origina una presión sobre los pacientes: quienes decidan seguir viviendo hasta el desenlace natural de la enfermedad pueden verse como egoístas o irracionales, como una carga para otros. Así, “la causa del suicidio asistido favorece una noción distorsionada y estrecha de libertad, al crear una expectativa de que determinadas personas, a diferencia de otras, saldrán beneficiadas si se les inclina a escoger la muerte”. Se pone en acción entonces una lógica perversa. “En países que han invocado la idea de autonomía personal para justificar el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria, algunos médicos han terminado por provocar la muerte de adultos que nunca la pidieron y de recién nacidos sin posibilidad de decidir al respecto”.

En fin, dicen los obispos, hay que atenerse al principio de que el ser humano tiene unos “derechos inalienables”, de los que el primero es el derecho a la vida. “No se puede defender la libertad y la dignidad humanas devaluando la vida humana. La decisión de quitarse la vida es una suprema contradicción de la libertad, la opción de suprimir todas las opciones. Y una sociedad que devalúa la vida de ciertas personas acelerando y facilitando su muerte, al final perderá el respeto por los otros derechos y libertades”.

Por todo ello, la Conferencia Episcopal estadounidense invita a defender la dignidad de los enfermos graves y promover soluciones que afirmen el valor de la vida y alivien las penalidades de quienes sufren. El dolor humano es una llamada a la solidaridad y a la responsabilidad de cuidar. “Sostener que la ‘salida fácil’ de una sobredosis de medicamentos puede sustituir esos esfuerzos es una afrenta a los pacientes, a los cuidadores y a los ideales de la Medicina”.

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