Los médicos se enfrentan con las cuentas

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Ética del racionamiento médico
Mientras el progreso técnico amplía sin cesar las posibilidades de la Medicina, la economía las recorta. El elevado coste de muchos nuevos tratamientos impide que el sistema sanitario los dispense a todos. En consecuencia, en varios países algunos organismos sanitarios (hospitales, compañías de seguros) o la Seguridad Social han impuesto medidas de racionamiento. La única manera de casar una atención sanitaria cara y unos recursos limitados consiste en privar a algunas personas de los adelantos médicos. Así, se han dictado disposiciones que excluyen de la diálisis, el trasplante renal o ciertos tipos de cirugía a personas de edad avanzada, o cuidados intensivos a prematuros de muy bajo peso.

Desde el punto de vista económico, las autoridades sanitarias tienen motivos sobrados para instaurar medidas de racionamiento. El coste de la atención médica es mayor cada día, y los enfermos exigen cada día más, mientras que los recursos, provenientes de los impuestos o de las cuotas de los trabajadores, no alcanzan para cubrirlo.

Este pragmatismo del Estado de bienestar en quiebra ha sido justificado recientemente por la ética secular americana. Según la argumentación que se ha esgrimido, el médico, como técnico, tiene el patrimonio del conocimiento científico, y debe proponer al paciente el procedimiento que considere más beneficioso. A su vez, el enfermo decidirá autónomamente si seguir lo que le aconseja su médico o buscar otra vía, según su personal estilo de vida. Por último, el Estado se ocupa del mantenimiento de la justicia social, asignando los recursos disponibles: debería financiar las actuaciones médicas claramente indicadas, prohibiría las no indicadas, y dejaría a la iniciativa privada el amplio terreno intermedio de cuestiones inciertas. Esta argumentación pretende justificar, desde el punto de vista teórico, las medidas de racionamiento.

Sin embargo, este modo de considerar la atención médica se limita a buscar cómo armonizar intereses en conflicto. No cabe duda de que esto es necesario. Pero establecer un método para lograrlo no da una respuesta a la pregunta sobre la conducta médica éticamente correcta ante la escasez de recursos.

Intereses del médico y del paciente

El médico no tiene sólo intereses técnicos. Todo buen médico se da cuenta de que, con su quehacer y consejos, influye en el modo de vida de su paciente. Éste no es un enemigo potencial, con intereses extraños a los suyos, sino que los problemas del enfermo son su preocupación profesional; precisamente por defenderlos y conseguir una atención más adecuada, muchas veces los médicos han emprendido campañas de denuncia social, incomprensibles si sólo miraran un interés particular.

De igual modo, el médico, a la hora de recomendar un tratamiento, tiene en cuenta también el aspecto económico. En los tratamientos crónicos, el coste es muchas veces el factor decisivo para inclinarse por una opción u otra. Imaginar que el médico y el paciente, tras solucionar el conflicto de intereses entre la visión técnica pura del médico y la visión autónoma pura del paciente, deben enfrentarse con el interés económico, que defiende el Estado, es ilusorio.

Ahora bien, aunque la solución de la ética americana no sea realista, el problema sigue siendo muy real: no existe el presupuesto que los enfermos y sus médicos quisieran. ¿Cómo solucionarlo?

Como el funcionamiento actual de la sociedad tiende a elevar el nivel de los deseos del hombre, todo hace pensar que esas aspiraciones siempre crecientes nunca llegarán a estar satisfechas. Desde el punto de vista de las necesidades, el estado de la humanidad siempre ha sido la escasez, y la técnica no puede eliminarlo.

Por un momento, en los comienzos de la época antibiótica, se comenzó a pensar que, desde el punto de vista médico, ya había llegado el ansiado estado de abundancia. Actualmente, a pesar de los avances técnicos -o quizá a causa de ellos-, ese futuro de salud y bienestar para todos parece cada día más inalcanzable. Deseamos demasiado, y la economía no está en condiciones de satisfacer tantos deseos y tan caros.

El dinero también cuenta

El médico está obligado a trabajar siempre en una economía de escasez. Nunca tendrá suficiente dinero para ejecutar todo lo que técnicamente sería factible. Aparecen y continuarán apareciendo nuevos procedimientos diagnósticos y terapéuticos que se podrán ir generalizando poco a poco, pero que nunca se aplicarán a todos los enfermos que se podrían beneficiar de ellos. Como esta situación es inevitable, no tiene sentido reclamar mayores recursos para lo que es, sin remedio, un pozo sin fondo. Aunque siempre habrá políticas sanitarias, con la consiguiente prioridad de unos objetivos de salud sobre otros, sólo una asignación de recursos injusta justificaría las protestas.

El médico, al tratar a un paciente cualquiera, tiene en cuenta sus peculiaridades vitales y, dependiendo de cuáles sean éstas, enfoca el tratamiento de un modo u otro. A la vez, debe tener en cuenta el entorno económico: sería poco razonable que planteara al paciente recursos terapéuticos que no están a su alcance, o que el sistema sanitario no puede poner a su disposición.

Si la tarea del médico está sujeta a la escasez de medios, la Medicina está obligada a plantearse que, en ciertos casos, por razones económicas, no debe prestar una determinada atención. Otra cosa equivaldría a desviar recursos que podrían beneficiar a muchas más personas con tratamientos eficaces, baratos y quizá elementales. El médico debe elegir el empleo de recursos que permita beneficiar al mayor número de pacientes. Esto implica, indudablemente, dejar con un tratamiento insuficiente a algunos. Es muy duro para el médico actuar así, y también para el paciente tener que aceptar la enfermedad o el fin de la vida «sólo» por escasez de recursos. Pero es lo más correcto desde el punto de vista ético si realmente los recursos son limitados.

Así, ante un enfermo terminal que sufre una parada cardiaca, la actitud razonable consistirá, casi siempre, en no intentar su reanimación, ya que estudios serios han demostrado que el episodio se repetirá antes de una semana, sin posibilidad de recuperarle. Si se trata de un paciente hospitalizado, en esos días consumirá inútilmente una gran cantidad de recursos, que podrían haber beneficiado a otros pacientes.

Prudencia profesional

Sin embargo, antes de decidir en estos casos, existe la obligación de obtener datos fiables acerca del coste y efectividad de ciertas medidas diagnósticas o terapéuticas. Aunque la experiencia del médico es un buen punto de partida para iniciar esta investigación, sería errado fiarse de primeras impresiones. Así, por citar un caso, si ante un paciente de 67 años, con leucemia crónica, que acude a urgencias con neumonía aguda, el médico pensara que ya ha llevado una vida larga, y que intentar el tratamiento sería un dispendio inútil, debería saber que esos enfermos, tras el tratamiento de la neumonía, suelen vivir algunos años más y en buenas condiciones.

En este sentido, no es correcto dar criterios rígidos que llevarían a negar cierto tipo de tratamientos sólo por razones de edad. Deben tomarse en consideración otros elementos (estado general, enfermedades concomitantes, etc.).

Los razonamientos sobre el coste de la atención médica no tienen excesiva relación con el hecho de que el paciente se lo pague de su bolsillo o que lo pague el erario público. De alguna manera, aunque el enfermo disponga de recursos, no es dueño absoluto de ellos, y el médico no puede cooperar a un dispendio inútil. Su empleo está sujeto a consideraciones de utilidad social e indicación médica y, en principio, no se deben emplear medios desproporcionados mientras existan personas que por motivos económicos no pueden recibir cuidados básicos.

De todos modos, se trata de decisiones médicas espinosas. No sólo por la dureza de sus términos, sino también por la dificultad que supone ponderar cada caso particular. Puede que un estudio científico correcto haya mostrado que, en tales y cuales circunstancias, intentar ciertos tratamientos es un modo inaceptable de tirar el dinero. Pero, ¿es ese exactamente el caso actual? Dado el margen estadístico de todo estudio científico, ¿no sería útil y proporcionado en este caso lo que generalmente no lo es? Esta duda no se puede resolver desde el punto de vista teórico: queda a la prudencia profesional decidir lo más indicado.

Discriminaciones justas o injustas

Además de considerar el factor económico, el médico tiene rigurosamente prohibido discriminar entre sus pacientes por motivos de raza, sexo, religión o edad.

La cuestión cambia si alguno de estos factores está asociado a una muy escasa utilidad de la atención médica, y al consiguiente despilfarro económico. Es lo que puede suceder con la edad: en ciertas enfermedades, la edad avanzada es criterio de muy mal pronóstico y, por tanto, de probable desperdicio de recursos. En esos casos, el médico no debe recomendar una intervención radical, porque sería inútil.

Este comportamiento, aunque parezca discriminación, es buen quehacer médico, que reconoce la inutilidad de la técnica en ciertas situaciones y acepta el papel de la muerte. Si no lo hiciera así, el resultado sería paradójicamente deshumanizador. Una Medicina que intenta todo cuando es vano, sólo consigue que los enfermos piensen que, para morirse «llenos de tubos», resulta preferible una muerte compasiva, la eutanasia.

La proporción entre coste y posibilidades de curación varía con el tipo de paciente: merece la pena buscar una pequeña expectativa de supervivencia en una madre de familia joven con hijos pequeños, aunque el coste sea alto. En cambio, esa misma expectativa de curación probablemente no merecería la pena en el caso de un anciano que ya no tiene especiales responsabilidades en la vida y que reconoce llegado el fin de sus días: se abre el fecundísimo campo de los cuidados paliativos, que toda Medicina bien practicada tiene que ofrecer a sus pacientes, para proporcionarles unos días finales con las mínimas molestias posibles.

Como se puede ver, esto es completamente distinto a un criterio rígido, emanado de la autoridad sanitaria, que obliga a no actuar en ciertos casos definidos en abstracto.

El médico ha de saber economía

Hay que añadir otras consideraciones complementarias. Concretamente, mirar la peseta ante el paciente sería bastante descaro si a la vez se tira el dinero por otra parte. La vida hospitalaria está llena de tristes ejemplos: se incluye en un formulario un medicamento que es caro y no aporta novedades sobre los ya existentes; se adquiere un nuevo aparato que se pasa meses o años sin desembalar, o que no era realmente necesario; y un largo etcétera, que cualquier médico en ejercicio podría engrosar sin esfuerzo.

Existe obligación de gestionar del mejor modo posible los recursos económicos disponibles, no sólo cuando se atiende al enfermo, sino también cuando se toman decisiones de otro género, como las adquisiciones de equipo. Para esto, es imprescindible que los médicos llenen una laguna económica en su formación; sólo así el entusiasmo por una nueva tecnología no les hará olvidar su utilidad real y su costo.

Además, los médicos tienen la responsabilidad de no hacer aumentar la demanda social de tecnología punta. Porque resulta frecuente que, al aparecer una nueva técnica en el mercado, los médicos expliquen sus ventajas en una entrevista periodística. Los pacientes de las dos semanas siguientes pedirán que les apliquen esa nueva técnica tan prometedora. Así, el médico debe ser muy prudente para no crear en la población expectativas que quizá no se pueden satisfacer.Antonio PardoAntonio Pardo es profesor del Departamento de Bioética de la Universidad de Navarra. Medicina selectiva

En diversos países se ha planteado recientemente la cuestión de si se deben adoptar criterios generales para seleccionar a los enfermos que deben ser atendidos, cuando no hay recursos suficientes para todos o el coste del tratamiento es elevado.

Hace un año y medio, la Asociación Holandesa de Pediatría publicó un informe en el que proponía a los médicos algunos principios sobre la atención a bebés prematuros. En Holanda nacen anualmente unos trescientos de estos niños, que necesitan cuidados intensivos prolongados para sobrevivir; la mayoría de ellos mueren pese al tratamiento. La Asociación sugiere a los médicos que, al decidir si continúan con los cuidados, tengan en cuenta la «calidad de vida» que previsiblemente tendría el bebé si sobreviviere. E indica que el especialista puede suspender el tratamiento, con el consentimiento de los padres, previa consulta con un colega.

El caso de los prematuros fue discutido también en Dinamarca a principios de este año, cuando el Comité nacional de ética recomendó que no se reanimara a los bebés nacidos con menos de 28 semanas de gestación y menos de un kilo de peso. El Comité argumentaba que la mitad de esos niños mueren antes de un mes y que la quinta parte de los que sobreviven quedan con secuelas neuropsicológicas. El ministro de Sanidad rechazó la propuesta, por considerar que no se pueden fijar límites generales. Por otra parte, la OMS considera que las condiciones mínimas para que sobreviva un niño prematuro son 24 semanas de gestación y 500 g de peso.

Un poco antes, surgió la polémica en Dinamarca al saberse que varios hospitales habían establecido límites de edad para proporcionar cuidados intensivos a los pacientes aquejados de embolia o hemorragia cerebral. El hospital de Frederiksberg, cerca de Copenhague, publicó su decisión de no ingresar en la UCI ni dar rehabilitación a personas mayores de 70 años con esos episodios. Después se supo, merced a una encuesta de las autoridades regionales, que muchos otros hospitales hacen lo mismo. Esto no pudo menos de provocar una amplia reacción de inquietud en Dinamarca, donde un quinto de la población tiene más de 60 años. La Organización nacional de personas mayores envió una carta de queja al Ministerio de Sanidad. En Frederiksberg justifican la medida alegando que el hospital recibe de 300 a 400 casos anuales de derrame cerebral, mientras que sólo dispone de diez camas en la UCI, lo que obliga, dicen, a reservar esas atenciones a los pacientes más jóvenes, con familia a su cargo y que podrían reincorporarse a la actividad laboral. Pero algunos geriatras replican que lo acertado es decidir caso por caso, no según criterios generales.

Un debate similar suscitó el año pasado en Gran Bretaña la decisión, por parte de dos hospitales, de postergar a los fumadores al final de la lista de espera para recibir cirugía cardiaca. El equipo quirúrgico de uno de los centros expuso sus razones en el British Medical Journal: los fumadores tienen menos posibilidades de sobrevivir y su convalecencia es más larga y costosa, por lo que se debe dar preferencia a los otros enfermos. Esta opinión fue contestada por otros cirujanos, mientras que el Ministerio de Sanidad se inhibió, alegando que corresponde sólo a los médicos decidir en esos casos.

La escasez de recursos se manifiesta de modo especialmente agudo en los trasplantes. En España hay cerca de 6.000 pacientes en espera de un órgano, y no pocos mueren antes de recibirlo. Para no reducir las posibilidades de los nacionales, a principios del año pasado el Ministerio de Sanidad dictó un reglamento que excluye a los extranjeros de las listas de espera para trasplantes, salvo situaciones excepcionales. Francia y el Reino Unido habían tomado antes la misma decisión. En España, para que un extranjero tenga derecho a que se considere su petición de un trasplante, debe probar que la operación que necesita no se realiza en su país.

Juan Domínguez

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