Para no cerrar los ojos ante el SIDA

publicado
DURACIÓN LECTURA: 6min.

Contrapunto

El Día Mundial del SIDA de este año ha aportado un balance epidemiológico más inquietante que nunca. Las estimaciones de ONUSIDA y la Organización Mundial de la Salud hablan de 30 millones de infectados, casi un 33% más que en 1996. Dentro de Europa, España es el país con más casos de SIDA por todas las vías de contagio, y esta enfermedad se ha convertido en la primera causa de mortalidad entre los varones de 25-44 años.

Los datos nos dicen lo que dan de sí las campañas de prevención hasta ahora realizadas. A estas alturas, la población tiene la información precisa sobre la gravedad de la enfermedad, las vías de contagio y los métodos preventivos, así como sobre los riesgos de conductas relacionadas con la toxicomanía y la promiscuidad sexual. Sin embargo, la epidemia no remite. Si ante cualquier otra enfermedad las campañas de prevención dieran resultados tan limitados, ya nos habríamos planteado la necesidad de nuevas estrategias. Pero, en el caso del SIDA, las campañas no se atreven a romper algunos tabúes que impiden ir al fondo de la cuestión.

El contagio está ligado a la conducta, y sólo un cambio de conducta puede prevenir el mal. Sin embargo, hasta ahora las campañas no se han centrado en cambiar las conductas de riesgo, sino en seguir haciendo lo mismo, pero sin intercambiar jeringuillas o usando preservativos. Algunas campañas, como la última en España, hablan también a los jóvenes de retrasar el inicio de las relaciones sexuales y de evitar la multiplicidad de parejas. Pero casi de modo marginal, pues el mensaje sigue siendo que lo importante es utilizar el preservativo sin excepciones.

El mensaje del «sexo seguro» se intenta justificar apelando al realismo. Pero ¿son realistas estas campañas? A veces da la impresión de que el preservativo se ha convertido en el amuleto de los ritos de iniciación sexual de hoy. Se espera que, por el hecho de haber explicado a los jóvenes cómo utilizarlo y por facilitar que lo lleven en el bolsillo, va a protegerlos y a cambiar su conducta en un aspecto en que juega tanto la pasión. Pero, como han señalado algunos investigadores, «el empleo de preservativos requiere habilidad, madurez, disciplina, planificación, motivación. Los adolescentes, inmaduros, impulsivos y arriesgados, que buscan la satisfacción inmediata, no parecen buenos candidatos para adquirir y practicar estas cualidades» (cfr. Alessandri y otros, en Linacre Quarterly). También habría que preguntarse si el mismo tono de estas campañas, que extienden la idea de una trivialización de las relaciones sexuales, no contribuye precisamente a hacer más frecuentes esas conductas de riesgo que quieren prevenir. Lo paradójico es que en una época que busca a toda costa el «sexo seguro», nunca el comportamiento sexual de los adolescentes ha tenido más riesgos. Hasta el punto de que las más importantes revistas de Medicina se han ocupado de este problema de salud pública (cfr. servicio 9/97). Y los estudios confirman que la actividad sexual precoz suele ir asociada a ulteriores comportamientos de riesgo y a una mayor incidencia de enfermedades de transmisión sexual.

El propio Luc Montaigner, descubridor del VIH, advertía: «Estoy de acuerdo en que esos medios médicos (preservativos, espermicidas) no son suficientes. Son necesarias campañas contra prácticas sexuales contrarias a la naturaleza biológica del hombre. Y sobre todo hay que educar a la juventud contra el riesgo de la promiscuidad sexual y del vagabundeo sexual» (Actas de la IV Conferencia Internacional sobre el SIDA, 1989).

Pero aunque esto venga exigido hoy por razones de salud, todavía hay reticencias para lanzar un mensaje con connotaciones éticas. En una reciente entrevista preguntaban al director de ONUSIDA, Peter Piot, si las sociedades con «valores sociales conservadores» eran más seguras en lo que se refiere al SIDA (Newsweek, 24-VI-97). «Sí, respondía. Ciertamente, si todo el mundo practicara la abstinencia o la monogamia, un virus como el VIH no tendría ninguna oportunidad. Pero mi trabajo no tiene que ver con la moral. Se trata de proteger al público y a los individuos contra la infección; y asegurar que los infectados y enfermos tengan una buena calidad de vida y no sean discriminados». Pero ¿a qué se puede apelar, si no es a la moral, para defender la no discriminación de los enfermos de SIDA y el elevado gasto que exige su atención? Porque no será a razones de eficacia. Y si se considera imposible que un hombre sea fiel a una mujer, ¿es más realista pretender que no traicione al preservativo por ningún concepto?

Un ideal de vida

Nuestra indefensión psicológica y moral ante el SIDA refleja los limitaciones de una mentalidad acostumbrada a confiar sólo en la técnica para problemas que exigen un cambio ético. Lo malo es que en este caso el remedio técnico es muy precario y el riesgo mortal. Aunque sólo fuera por la precariedad de esta defensa, valdría la pena insistir en la importancia del esfuerzo educativo para promover, entre jóvenes y menos jóvenes, una visión de la sexualidad más acorde con la dignidad humana, como requisito necesario para una conducta sexual responsable.

Se acaba de reeditar ahora el sugestivo ensayo de Octavio Paz sobre el amor y el erotismo, La llama doble. El escritor mexicano se refiere allí, a propósito del SIDA, a la falta de autoridad moral de nuestra sociedad «para predicar la continencia, para no hablar de la castidad». «El Estado moderno, con buenas y malas razones, se abstiene hasta donde le es posible de legislar sobre estas materias. Al mismo tiempo, la moral familiar, generalmente asociada a las creencias religiosas tradicionales, se ha desmoronado. ¿Y con qué cara podrían proponer la moderación los medios de comunicación que inundan nuestras casas con trivialidades sexuales?». Esos periódicos que en sus páginas de salud sermonean sobre una conducta sexual «responsable» y en los anuncios de «relax» ofrecen riesgos excitantes de pago, o esas televisiones que hacen maratones de donativos en favor de la lucha contra el SIDA, mientras en el prime time las ficciones presentan la promiscuidad sexual como algo moderno y cotidiano.

«Quedan las Iglesias», sigue diciendo Paz. «En una sociedad secular como la nuestra, no es bastante». Y, cabría añadir, cuando las Iglesias intentan romper el tabú que impide hablar hoy de castidad, hay quien se escandaliza. «Fuera de la moral religiosa, que no es aceptable para muchos, el amor es el mejor defensor en contra del SIDA, es decir, en contra de la promiscuidad. No es un remedio físico, no es una vacuna: es un paradigma, un ideal de vida fundado en la libertad y en la entrega».

Un paradigma atractivo que nos cuesta seguir. Este ideal de vida por el que un hombre y una mujer se dan mutuamente, en cuerpo y alma, con fidelidad y sin reservas, es una apuesta arriesgada. Pero sólo este «sexo inseguro» protege el amor, y de paso la salud.

Ignacio Aréchaga

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.