Enseñanza: lo que el dinero no puede comprar

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Contrapunto

El fracaso de un experimento educativo norteamericano, relatado por The Economist (28-VIII-93), muestra de modo elocuente qué es lo más necesario para el éxito de una escuela. Después de una fabulosa inyección de dinero, los centros públicos de Kansas City (Missouri) están peor que al principio. Todo ha salido al revés: los resultados académicos bajan, aumentan los abandonos antes de terminar los estudios obligatorios, y aquellos a los que se pretendía beneficiar más directamente -los chicos negros, más pobres que los demás- son los más perjudicados.

La historia comienza en 1986, con un mandato judicial que prescribió la integración racial en las escuelas públicas de la ciudad. Estos centros sufrían un constante deterioro: desde la década anterior, los alumnos obtenían puntuaciones inferiores a la media nacional y abandonaban los estudios en una proporción de casi el 50%. Se produjo una fuga de alumnos de familias con más recursos a otras zonas o a escuelas privadas.

Un juez dictaminó que se debía recuperar el alumnado blanco perdido y compensar la desigualdad que sufrían los estudiantes negros con una inversión extraordinaria de fondos públicos. Como los recursos municipales eran limitados, el Estado tuvo que poner la mayor parte. Se crearon así 56 «escuelas-imán», dotadas de magníficas instalaciones y especializadas en diversas materias, desde las lenguas clásicas a la reparación de automóviles. Y todo esto, al coste de 1.300 millones de dólares por encima del presupuesto educativo ordinario, o sea 36.000 dólares adicionales por cada alumno de las «escuelas-imán».

La nueva distribución de fondos ha hecho que los demás centros públicos del Estado empiecen a pasar penuria. Pero no hay siquiera el consuelo de que en los de Kansas City haya mejorado la situación. Sólo se ha conseguido detener la huida de alumnos de clase media -claro que ya no quedaban muchos por marcharse-, pero los que ya se fueron no han vuelto. De modo que la proporción de razas es la misma que en 1986. Y las puntuaciones de los exámenes siguen bajando, mientras que no ha cesado de aumentar la tasa de abandonos, que ahora está en el 60%. En resumidas cuentas, los chicos que no estudian en «escuelas-imán» obtienen mejores resultados.

El experimento de Kansas City pone en tela de juicio la opinión popular de que el deterioro de la enseñanza pública norteamericana se debe a que se le dedica poco dinero. Y arroja dudas sobre la creencia, también muy extendida, de que la segregación racial tiene su origen en el principio de financiar los centros públicos con impuestos municipales sobre la propiedad inmobiliaria, porque esto condena a los barrios pobres a tener peores escuelas. Pero no era necesario esperar hasta hoy para convencerse de que más dinero no significa mejor enseñanza: un investigador de la Universidad de Rochester, Eric Hanushek, ha señalado a este propósito que en los tiempos recientes se han hecho cerca de doscientos estudios econométricos que han llegado a idéntica conclusión.

Lo mismo, se podría añadir, indica el sentido común. Nunca han sido los medios materiales el principal motor de una buena enseñanza. Pues de poco sirven estos recursos sin el entusiasmo y la dedicación de los directamente implicados. Y eso no se compra con dinero. De ahí que tantas veces un colegio modesto dé mejores frutos, si padres y profesores están animados por un firme ideal. Y no es fácil inculcar ideales educativos desde arriba, a golpe de plan y presupuesto. Pero si un grupo de padres y educadores se alían para poner en marcha un centro de iniciativa social, es prácticamente seguro que no les falta lo más importante: los recursos inmateriales capaces de alentar una buena enseñanza.

Por eso, para el Estado -para la sociedad- es una fructífera inversión cooperar económicamente con esos arranques de idealismo. Pues los que tienen el entusiasmo necesario, están dispuestos a aportar de sus bolsillos, y ordinariamente sólo precisan una ayuda, menos de lo que cuesta instalar un nuevo centro público. Esto, por cierto, se llama subsidiariedad, el término de moda en Bruselas.

Rafael Serrano

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