Enfoques para un nuevo conservadurismo

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Dentro del debate sobre el futuro del conservadurismo, cabe preguntarse cómo lograr un mensaje y un tono más propositivos. Ante el prejuicio que hoy juega en su contra, los conservadores deben demostrar que se encuentran más cómodos con la belleza, la razón o la justicia que con la indignada protesta contra la cultura actual.

El movimiento conservador no lo tiene fácil. De un lado, tiene que moverse en un espacio público sesgado por la sospecha de que cualquier punto de vista que contradice las opiniones de moda es extremista. De otro, el apoyo de muchos conservadores a un estilo más agresivo de hacer política refuerza en sus críticos los motivos de alarma. El resultado es un torbellino de pasiones, que enardece a quienes pilla a su paso.

Para escapar de esta dinámica de acción-reacción, propongo siete líneas de avance, partiendo de las aportaciones de otros autores. No es un programa cerrado, sino una lista abierta que complementa otra que hice hace algo más de dos años. Si esa ponía el foco en una serie de causas a las que el conservadurismo no debería renunciar, la nueva destaca posibles enfoques para el debate cultural.

1. Bien, verdad y belleza

Peter Franklin lamenta que el conservadurismo esté llegando a ser sinónimo de sentimiento antisistema. Comprende la orfandad política en que suelen encontrarse los conservadores, pero advierte que la representación no puede llegar a cualquier precio. Como criterio de orientación, propone volver a conectar el movimiento conservador con la aspiración al bien, la verdad y la belleza, como hicieron C. S. Lewis y Roger Scruton. Por ejemplo, dice Franklin, a los conservadores deberían interesarles más las verdades perennes de la naturaleza humana que las teorías conspirativas. Y aunque no siempre será sencillo aplicar los trascendentales a la acción política, al menos servirán para trazar líneas rojas.

Por su parte, Peter Wehner recurre a la concepción generativa de la cultura que defiende el pintor Makoto Fujimura para pedir a los conservadores cristianos que vean el espacio público no como un campo de batalla, sino como una tierra a cultivar. “La sensibilidad y las actitudes que describe Fujimura se caracterizan por un compromiso con la gracia, la belleza y la creatividad, no por la antipatía, el desprecio y la ira encendida”. Está claro que la cultura y la política tienen reglas distintas, pero la opinión de Wehner es que la actitud de fondo en ambas esferas no debería ser muy diferente: frente al “puño cerrado” de Trasímaco o Nietzsche, la “mano tendida” del cristianismo.

2. No todo es libertad religiosa

Apelar a la libertad religiosa en los tribunales está resultando eficaz para los creyentes que buscan amparo frente a quienes quieren imponerles prácticas contrarias a sus convicciones. Pero en el tribunal de la opinión pública, esta línea de defensa no es suficiente. Como han explicado Margaret Harper McCarthy y Patrick J. Deneen, un riesgo de trasladar a la libertad religiosa todo derecho de conciencia es que las posiciones de los creyentes en los debates controvertidos se acaben viendo como puramente de fe, lo que permite descalificarlas fácilmente: entiendo que pienses así sobre el aborto o el matrimonio, pero no me pidas a mí (que no soy católico) que piense como tú.

Por su parte, Ryan T. Anderson y Alexandra DeSanctis hacen ver cómo el recurso excesivo a la libertad religiosa puede hacer que los creyentes se conformen con procurarse las victorias judiciales que les permitan seguir adelante con sus vidas, en vez de sentirse espoleados a entrar al fondo de los debates y dar razón de sus posiciones.

3. La fuerza de la razón

Recientemente, Anderson ha vuelto sobre este tema para criticar un marco que sigue ganando terreno en la opinión pública: el que da por hecho que los creyentes hablan desde la superstición, mientras a sus críticos les asisten la ciencia y la razón. Es un viejo truco del que ya advirtió Benedicto XVI, al denunciar la cristalización de una nueva ortodoxia, de cuño laicista, que presenta “determinadas formas de comportamiento y de pensamiento como las únicas racionales y, por tanto, como las únicas adecuadas” para las sociedades modernas.

Cabe preguntarse hasta qué punto este prejuicio no se ha visto reforzado por la política identitaria, a la que también andan enganchados no pocos conservadores. Mientras la lucha de identidades pone el foco en lo distintivo de cada cual, la persuasión apela al lenguaje común de la razón. No dice: “Soy X (negro, mujer, homosexual, ateo, católico…) y, por eso, pienso así. Si me contradices, me agredes”, si no: “Creo que tengo buenas razones para pensar como pienso. Si nos sentamos a hablar, te las explico”. Es un trabajo lento y callado, menos vistoso que el marketing político, pero más productivo si se aspira a llegar más allá del ámbito de los no afines. Que la razón falle a veces o que necesite de otras facultades para conocer la realidad, no es excusa para priorizar la pataleta identitaria (válida para los de mi tribu) sobre la convicción racional (válida para todos).

4. El civismo es un bien en sí

Elegir el civismo frente a la agresividad no es una cuestión de estrategia, sino de principios. Los conservadores que toman por débiles a quienes defienden la moderación, suelen argumentar que por esa vía nadie les escuchará. Además, presuponen que su negativa a elevar el tono de voz responde al deseo de caer bien a todos o de hacerse perdonar por los progresistas. Pero hay un motivo más noble que suelen pasar por alto: la convicción de que el debate civilizado y respetuoso es deseable en sí mismo, al margen de que me vaya mejor o peor. No es que no grite para caer bien; es que no quiero gritar.

Los conservadores contemporáneos, sostiene Bo Winegard, deberían tener más presente que vivir en un sistema político con derechos y libertades, instituciones democráticas, Estado de derecho… es un lujo. Dada “la precariedad del orden social”, deberían rechazar las pasiones que alimentan el extremismo. Lógicamente, tendrán que seguir esforzándose por buscar soluciones a los problemas sociales, atendiendo a preocupaciones legítimas, pero “deberían abstenerse de prometer demasiado. El conservadurismo, después de todo, es una ideología de límites. El progresismo a menudo no reconoce estos límites y ofrece visiones imposibles a sus seguidores”.

5. Construir a largo plazo

El realismo no está reñido con el emprendimiento de grandes proyectos. De hecho, decir que los conservadores deben tener un discurso propositivo es defender que han de remangarse y producir algo nuevo, en la línea de la cultura generativa de Fujimura. El conservadurismo, dice Andy Smarick, debe distinguirse por la sabiduría con que busca salvaguardar las instituciones valiosas que otros desprecian por antiguas, pero también por el entusiasmo con que se lanza a fundar otras nuevas que den respuestas a necesidades actuales.

Es lo que hicieron los conservadores estadounidenses entre 1964 y 1984. En vez de lamentarse por el auge de la contracultura, optaron por poner en marcha muchas de las entidades que habrían de marcar el rumbo en las décadas siguientes (think tanks, organizaciones profamilia, asociaciones de mujeres…). Más que grandes movimientos, Smarick cree que hoy hace falta “un período de emprendimiento social que ponga el foco en lo local, que produzca diversidad de instituciones y que involucre a nuestros conciudadanos en la acción colectiva”.

6. Más voces femeninas

En la construcción de esa nueva cultura, el movimiento conservador debe empeñarse en incorporar a más mujeres a los debates públicos, como han pedido Ashleen Menchaca-Bagnulo y Lumma Sims. No es un problema de igualitarismo ni de corrección política, sino una demanda que toca de lleno una convicción central de los conservadores: si lo femenino y lo masculino son dos modos de ser que expresan la riqueza de lo humano, entonces hay que contar con esa riqueza tanto en la esfera pública como en la privada.

Antes que el debate sobre las cuotas, habría que encender la preocupación de fondo: ¿cómo equilibrar el desigual mercado de las ideas? ¿Cómo dar más visibilidad a las aportaciones intelectuales de las mujeres? Y luego hay que concretar remedios. Sims, por ejemplo, pedía a sus colegas varones un mayor esfuerzo por abrirles las puertas de sus publicaciones, por citar su trabajo, etc.

7. Justicia

En otro artículo, Menchaca-Bagnulo vuelve a tocar otros nervios sensibles del movimiento conservador, y aporta una pista clave para que el mensaje y el tono vayan más en sintonía: “Transformar nuestra idea de por quién luchamos, transformará los objetivos de nuestra política y nuestra retórica”.

Y baja al detalle. A quienes quieren un conservadurismo más centrado en la protección de la identidad nacional, les pide que abracen esa causa “de forma que refleje la verdad sobre quiénes somos como nación”. Lo que supone ver a los no blancos como “compañeros que llevan construyendo la nación desde sus inicios y cocreadores de cultura”. A quienes quieren que el conservadurismo se ponga del lado de la clase obrera, les pide que no olviden la diversidad de este grupo, que incluye al trabajador blanco de una fábrica de Ohio, pero también “a la trabajadora latina de un comercio minorista en la ciudad fronteriza de Texas o al mecánico negro que quiere enviar a sus hijos a una escuela cristiana pero no puede pagarlo”. A quienes critican a las empresas por su postureo woke, les pide que las critiquen también cuando paguen salarios injustos, etc.

Ninguno de los autores citados propone diluir las propias convicciones en un vaporoso amor a todas las posturas. Lo que piden es que esas convicciones informen mejor el tono y los mensajes en el debate cultural.

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