Por favor, un poco más de relativismo

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Contrapunto

En los diagnósticos sobre la moralidad social actual se advierte con frecuencia el predominio del relativismo ético. Lo nuevo no sería la transgresión de las normas, cosa que siempre ha ocurrido en mayor o menor escala, sino la falta de criterios para distinguir lo que está bien y lo que está mal. Hay quien lamenta este relativismo porque priva a la convivencia de postes de orientación; y hay quien lo considera la salvaguardia de la democracia y de la tolerancia. En lo que parece haber acuerdo es que ese es el clima en que nos movemos.

Pero hay razones para sospechar que este relativismo es… muy relativo. Un clima relativista debería ser propicio al debate abierto, reacio a la verdad establecida y tolerante con la opinión ajena. Sin embargo, de un tiempo a este parte lo que se advierte es más bien un cambio de los absolutos morales.

Nuevas verdades establecidas han venido a sustituir a las antiguas y se imponen con la misma contundencia. No hace falta remontarse a las grandes cuestiones. Incluso en las pequeñas hay un nuevo credo oficial: ya se trate del tabaco, de los derechos de los animales, del preservativo, y hasta de la soja transgénica, no hay duda de lo que debe defender un bienpensante de hoy.

Por mucho que se diga que nuestra sociedad ha superado los antiguos tabúes, la realidad es que se erigen otros nuevos que nadie debe transgredir. Un signo inequívoco de la imposición de una nueva ortodoxia es la reacción escandalizada del nuevo establishment ante la opinión disidente. En lugar de debatir, se rasgan las vestiduras. En vez de ideas, lanzan gritos de indignación. Como damas victorianas escandalizadas por la irreverencia de sus oponentes, se limitan a exclamar: ¿pero han visto lo que dicen? No hay por qué molestarse en rebatir los argumentos contrarios. Es más sencillo extractar alguna afirmación que suene extraña sacada de contexto, y dictaminar que es incompatible con la opinión que se autocalifica de razonable. Y si para descalificar a una postura antes bastaba decir que era contra la tradición, ahora es suficiente asegurar que va contra el progreso.

Un modo infalible de despachar la opinión contraria sin discusión es calificarla de «fobia». De este modo, queda claro que no sólo es una herejía, sino que además es patológica. En esta línea, ha hecho fortuna el calificativo de «homofobia», en el que los partidarios del movimiento gay incluyen a todos los que discrepan de ellos. Da lo mismo que se trate de una banda de cabezas rapadas que se dedican a apalear gays que un pacífico ciudadano que considera peregrina la idea del matrimonio entre homosexuales. Todos «homófobos». Con los mismos «argumentos», podría invocarse la «narcofobia» para excluir todo debate sobre la legalización de las drogas, o la «telefobia» para silenciar toda crítica sobre la calidad de la televisión.

Algunos dan un paso más y no dudan en reclamar una intervención de la autoridad. Así, un lector que se presenta como homosexual que ha decidido «salir del armario» pregunta, escandalizado, «por qué se permite» que una publicación médica publique un artículo titulado «Los homosexuales deben ser informados de sus posibles tratamientos» (El Mundo, 25-IV-97). Podrían darse varias razones, pero quizá baste una: porque ya no existe censura de prensa en este país (¿o hay que decir que todavía no existe?). Pero parece que algunos sólo han salido del armario para intentar meter allí a los que no están de acuerdo con ellos.

Si algo exige la democracia es respetar el derecho de las personas a expresar sus ideas, aunque se critiquen esas ideas. En cambio, pretender crear una nueva verdad oficial es un signo de que el relativismo ético se impone con maneras absolutistas.

Ignacio Aréchaga

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