Apología de un mueble de iglesia

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El teólogo y psiquiatra Juan Bautista Torelló hace una defensa de un mueble que en los últimos años ha desaparecido a menudo de las iglesias: el confesonario. Este artículo, que traducimos parcialmente, se publicó en la revista Studi Cattolici (Milán, n. 381, XI-92).

Puede resultar singular -y hasta un poco extravagante, en estos tiempos de teología desencantada- atreverse a defender un típico mueble de iglesia, y más aún a elogiarlo sin ambages. Esa inesperada alabanza se dirige a un mueble muy particular, que está al servicio de la vida sacramental -la vitalidad cristiana por excelencia- y también en beneficio de la libertad humana. Fue concebido no para hacer más cómoda una habitación, sino para convertirse él mismo en morada, casa y hogar de los que se habían perdido y deseaban regresar al seno de su Madre la Iglesia, a quien los cristianos pecadores confían su propio destino.

Como es evidente, estamos hablando del confesonario, presente en los templos cristianos desde comienzos de la Edad Media con formas muy distintas, aunque su estructura actual se remonta al siglo XVII. (…)

Un ámbito protector

Es razonable que la experiencia pastoral haya sugerido la creación de un ambiente específico, diseñado para proteger tanto la dignidad del acto sacramental como la libertad y la buena fama del sacerdote y del penitente. Porque lo que aquí está en juego es lo más íntimo y personalísimo en la vida de un cristiano: la culpa y el arrepentimiento, que -a fin de cuentas- sólo interesan a Dios: «Contra ti solo he pecado». (…)

Por otra parte, la ley de la Encarnación exige que la conversión discurra por los caminos de la Iglesia, ya que -como decía San Agustín- «si quieres encontrar el espíritu del Señor, entra en su Cuerpo», que es la Iglesia. Incluso la mancha personal más escondida ensucia a todo el cuerpo, y por este motivo la reconciliación con Dios no puede tener lugar simplemente en la celda del corazón, sino en la Iglesia y a través de un representante suyo. La personalidad del que absuelve queda al margen, porque sólo interviene como representante: justo lo contrario del psiquiatra, que actúa principalmente en virtud de su personalidad (1).

Es tan patente que el confesor obra in persona Christi, haciendo sus veces, que pronuncia las palabras de la absolución en primera persona: «Yo te absuelvo de tus pecados». (…)

Salvaguardar la libertad

Esta sacramentalidad de la confesión -es decir, esta acción de Dios manifestada sensiblemente mediante signos- explica también la acusación verbal de los pecados y las palabras de la absolución, que son directamente perceptibles. Sin embargo, la sacramentalidad no exige que sean visibles ni el sacerdote ni el penitente: es más, los cubre como con un velo, con el fin de proteger el secreto de la confesión. De ahí la conveniencia de un mueble provisto de una rejilla fija, que facilita la comunicación oral y al mismo tiempo separa a las personas.

Un confesonario construido de ese modo -que, según el derecho canónico vigente, debe hallarse en todas las iglesias y oratorios, en un lugar abierto y accesible a todos (2)-, protege el carácter sagrado del sacramento de la reconciliación y evita toda forma de «humanización» del mismo, que podría poner en peligro e incluso lesionar la libertad de los dos sujetos.

La confesión -a la que los antiguos Padres de la Iglesia llamaban «bautismo fatigoso»- no debería hacerse aún más fatigosa, e incluso ardua, por culpa de la desaparición de los confesonarios, cosa por desgracia frecuente en los últimos años.

Conveniente separación

Como es bien sabido, Freud excluyó el «cara a cara» en sus prácticas de psicoanálisis, con el fin de favorecer la libertad y la espontaneidad del paciente (aunque es preciso subrayar que en las sesiones de psicoterapia no se trata propiamente de «confesar los pecados» sino de declarar y esclarecer los «errores vitales», que el analista se guarda muy mucho de juzgar desde un punto de vista moral y menos aún está en condición de perdonar). No es necesario resaltar el mayor motivo que existe para obrar con la misma prudencia en la confesión sacramental. Ningún confesor, ningún obispo y ni siquiera el Papa puede exigir al penitente que se identifique, como condición para absolverle. (…)

Más aún, el confesonario impone -especialmente cuando son muchas las personas que desean la reconciliación- la recomendable brevedad en el coloquio y limitarse a lo esencial, y evita la charlatanería, que podría comprometer el uso adecuado del sacramento y no pocas veces provoca impaciencias y hasta escándalos.

Si el derecho canónico prescribe que en los templos haya confesonarios «que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen», de esta disposición no se puede deducir que el penitente tenga un derecho absoluto a exigir la confesión cara a cara y que el sacerdote tenga que satisfacer en todo caso el deseo del penitente.

En realidad, el sacerdote tiene al menos el mismo derecho a escoger el lugar de la administración del sacramento. Y en muchos casos debe, a mi juicio, decidir oír la confesión sólo en el confesonario, concretamente cuando esté convencido -como administrador de los misterios de Dios- de que debe defender la dignidad del sacramento, el bien espiritual del penitente y el suyo propio.

La confesión cara a cara trae consigo el peligro de comprometer emocional y afectivamente a las personas, lo que enturbia y debilita la seriedad y el carácter sobrenatural de la acción sacramental. Es necesario reconocer que la pared divisoria y la rejilla fija dificultan la mirada, protegen el pudor y garantizan una prudente distancia entre el confesor y el penitente, mientras que la confesión a cara descubierta levanta toda protección y hace más espinoso -en todos los sentidos- el descubrir los fracasos en el campo más íntimo de la historia personal.

La experiencia del psicoanálisis

Que en nuestra sociedad industrial un número cada vez mayor de personas sufren la soledad y buscan, ávidas de afecto, un poco de calor humano y de intimidad y de protección, es una experiencia diaria de médicos, psiquiatras y sacerdotes. (…)

A quien se mueve en el ámbito de la «cura de almas», debería servir de advertencia el deterioro sufrido por la regla clásica de la «abstinencia» en las relaciones entre psicoanalista y paciente. Como han registrado los psicoterapeutas del área alemana, mientras algunos de ellos consideran dañinas estas relaciones personales, otros las admiten sin reticencia. Los resultados de una encuesta publicada recientemente (3) señalan que la «regla de la abstinencia» freudiana no es ya considerada un dogma, sino que queda relativizada como «un ideal terapéutico». Se comprueba, con demasiada frecuencia, que la terapia en este campo se convierte en ocasión de relaciones sexuales. (…)

Paralelamente, un estudio publicado en los Estados Unidos pone en discusión la confesión cara a cara, documenta su peligrosidad y resalta la necesidad de interponer «cierta barrera» (4). Ese modo de confesarse constituye a veces, también para sacerdotes ya mayores y afectivamente maduros, que ni sufren obsesiones ni atraviesan una fase de debilidad o de irritabilidad, una sobrecarga excesiva, especialmente cuando una mujer o un hombre joven describe en la confesión faltas contra la castidad, tanto de obra como de pensamiento o de fantasía. (…)

Proteger la buena fama

Junto a todo esto, algunos ingenuos entre el clero no se dan cuenta de que la confesión cara a cara no protege suficientemente el precioso bien de la buena reputación, tanto del confesor como del penitente. Por lo que se refiere al sacerdote, no debería minimizarse la posibilidad de convertirse en víctima de acusaciones falsas, como demuestran numerosas denuncias calumniosas presentadas ante tribunales civiles. Inspirándose en la máxima «calumnia, calumnia, que algo queda», esas denuncias han levantado escándalos que podrían haberse evitado fácilmente gracias al mueble del que aquí se hace el elogio.

El celibato apostólico del sacerdote necesita siempre -y sobre todo en tiempos de amplia contestación- de esa sensibilidad de los santos que no tiene nada que ver con la estúpida mojigatería o con el miedo al mundo. Y los fieles quieren claros signos de la dedicación total al Señor.

No aludimos aquí exclusiva o primordialmente a la general debilidad humana, aunque no se debe cerrar los ojos ante ella (5). Pero no dudamos en hacer esta apología del confesonario, cuya eliminación, con la consiguiente desaparición del confesor habitualmente presente en la iglesia, ha contribuido -al menos en buena parte- al alejamiento de muchos fieles del sacramento de la reconciliación.

Errores pedagógicos

Muchos pastores de almas creen apreciar en chicas y chicos en edad de hacer la primera comunión un llamativo horror al confesonario, y por esto tienden a preferir la conversación-confesión en un cuarto normal y corriente. Se debería advertir al respecto que el temor de los niños -al menos en los sanos- es siempre inducido: es decir, consecuencia de una educación equivocada, nacida en nuestros días por el permisivismo de la civilización del bienestar.

Con la tendencia a evitar cualquier clase de frustración -tendencia que hunde sus raíces en ciertas enseñanzas del psicoanálisis sobre los efectos funestos de los llamados traumas infantiles, indebidamente exagerados-, y también a causa de los descuidos y abandonos en la tarea educativa familiar, sobre todo en un clima de matrimonios rotos, generaciones de chicos han crecido sin ideas claras sobre el deber y sobre la culpa, totalmente incapaces de desarrollar un sentido correcto del pecado.

Malcriados y mimados, y ávidos de satisfacciones inmediatas, no saben vencerse ni aprecian el sacrificio personal en función de valores que no se reducen a la utilidad. La confesión suscita en estos casos más vergüenza que miedo, y éste último, cuando aparece, se debe sobre todo a ideas o experiencias de castigos dolorosos. Si no se propone a estos niños una catequesis que hable de la culpa y del remordimiento a la luz de la misericordia paterna de Dios, es comprensible que la confesión despierte en ellos temores, angustia, perplejidad. (…)

Experiencia positiva

De todos modos, la conversación-confesión no debería sustituir al confesonario: se puede llevar a los niños a la sede habitual de la confesión después de una o varias conversaciones clarificadoras y tranquilizadoras, para que aprendan a recibir el sacramento «en el lugar más adecuado».

A pesar de todas las experiencias negativas, hoy día se puede comprobar fácilmente que muchos niños en edad de hacer la primera comunión hacen su primera confesión no sólo sin miedo, sino con toda sencillez y con el corazón alegre.

Es muy importante que el primer encuentro con el sacramento de la misericordia divina sea transparente, confiado y sobrenatural; pero depende sobre todo del tacto, de la preparación y del celo del confesor que de ese acto puramente religioso se derive una auténtica y positiva liberación.

Sin querer limitar o criticar la tradicional libertad de los hombres -en este contexto y en algunos países-, sería, a mi juicio, deseable que el confesonario se convirtiera en el lugar ordinario de la confesión para todos. Esto favorecería una positiva experiencia del perdón sacramental -quizá separado de conversaciones de otro tipo- y, en el plano antropológico, iría en provecho de la libertad, de la buena fama y del carácter secreto de la confesión de los pecados, que la Iglesia ha respetado y defendido desde sus comienzos.

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Notas

(1) Cfr. J.B. Torelló, Psicanalisi o Confessione?, Milán 1989, pp. 90 y ss.

(2) Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 964.

(3) H.R. Flachsmeier, «Intime Kontakte mit Patienten», en Sexualmedizin, n. 4, Wiesbaden, abril 1991, pp. 118 y ss.

(4) Cfr. P. Rutter, «Sex in the forbidden zone», en Psychology Today, octubre 1989, pp. 34-40.

(5) Cfr. Código de Derecho Canónico, can. 277, 2.

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