Casarse sin fe ¿es válido?

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En distintas partes del mundo, llegan a la iglesia muchos casos de novios que quieren casarse y muestran desconocer la doctrina católica o aun no creer en ella. ¿Pueden contraer matrimonio válido en esas condiciones? Es un problema que menciona el documento de trabajo preparado para el Sínodo de la Familia que ha comenzado esta semana, señalando que sobre él hay una variedad de enfoques. Miguel Ángel Ortiz, profesor de Derecho Matrimonial Canónico en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma), publicó en la revista Palabra (abril 2015) un análisis de la cuestión. Ofrecemos un extracto.

No se puede admitir al sacramento a los contrayentes que “dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados” (Juan Pablo II)

La Relatio Synodi de la Asamblea extraordinaria de octubre de 2014 recogió una observación hecha por algunos Padres sinodales: “Dar relevancia al rol de la fe de los prometidos en orden a la validez del sacramento del matrimonio, teniendo presente que entre bautizados todos los matrimonios válidos son sacramento”.

La observación atañe a una de las cuestiones sobre las que frecuentemente se debate: si debe exigirse algún grado de fe en los contrayentes para poder celebrar el sacramento del matrimonio, con la consecuencia de que –en caso afirmativo– podrían declararse nulos los matrimonios celebrados por las personas que carecieran del mínimo grado de fe requerido.

El Magisterio se ha ocupado recientemente del tema. Voy a referirme aquí a las reflexiones vertidas por los tres últimos Pontífices.

Presunción de validez

En el último discurso a la Rota Romana (23-01-2015), el Papa Francisco se ha referido a la relación que existe entre la fe (o su carencia) y el matrimonio. Lo hizo subrayando las dificultades que pueden experimentar los novios, en un contexto secularizado, para dar su consentimiento: “El abandono de una perspectiva de fe desemboca inexorablemente en un falso conocimiento del matrimonio, que no deja de tener consecuencias para la maduración de la voluntad nupcial”.

“El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, para los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los contrayentes; lo que se requiere, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia” (Benedicto XVI)

En consecuencia, “el juez, al ponderar la validez del consentimiento expresado, debe tener en cuenta el contexto de valores y de fe –o de su carencia o ausencia– en el que se ha formado la intención matrimonial. De hecho, el desconocimiento de los contenidos de la fe podría llevar a lo que el Código define error que determina a la voluntad (cf. canon 1099)”.

Ese canon establece que un error acerca de las propiedades del matrimonio o la dignidad sacramental (…) lo hace nulo si “determina la voluntad”, es decir, si el sujeto no está en condiciones de elegir un verdadero matrimonio a causa de lo radicado de su error. El derecho presume, con un razonable realismo, que normalmente ese error no está tan radicado como para impedir un verdadero consentimiento, y en consecuencia entiende que ordinariamente comporta una deformación ideológica pero no necesariamente una elección “no matrimonial”. Esta presunción de validez del matrimonio empapa todo el sistema matrimonial de la Iglesia que entiende que, salvo prueba en contrario, las personas son capaces de hacer aquello a lo que inclina la misma naturaleza.

Ahora bien, continúa el Papa, en la actual situación de crisis que atraviesa la familia, esa presunción puede resultar muy debilitada, pues, como escribió en Evangelii gaudium n. 66, “el matrimonio tiende a ser visto como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno”. Una visión deformada del matrimonio causada por la falta de fe podría impulsar a los contrayentes “a la reserva mental sobre la duración misma de la unión, o su exclusividad, que decaería cuando la persona amada ya no realizara sus expectativas de bienestar afectivo”.

Cristianos no creyentes

También Benedicto XVI abordó el tema en diversas ocasiones. Cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, escribió: “Es preciso profundizar más acerca de la cuestión de si los cristianos no creyentes –bautizados, que nunca han creído o ya no creen en Dios– verdaderamente pueden contraer un matrimonio sacramental”.

“El abandono de una perspectiva de fe desemboca inexorablemente en un falso conocimiento del matrimonio, que no deja de tener consecuencias para la maduración de la voluntad nupcial” (Francisco)

Años más tarde, siendo ya Papa, volvió sobre la cuestión en un encuentro con sacerdotes, en términos que muchos interpretaron como una especie de rectificación: “Es particularmente dolorosa la situación de los que se casaron por la Iglesia, pero no eran realmente creyentes y lo hicieron por tradición, y luego, hallándose en un nuevo matrimonio inválido se convierten, encuentran la fe y se sienten excluidos del sacramento. (…) Cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, invité a diversas Conferencias episcopales y a varios especialistas a estudiar este problema (…). No me atrevo a decir si realmente se puede encontrar aquí un momento de invalidez (…). Yo personalmente lo pensaba, pero los debates que tuvimos me hicieron comprender que el problema es muy difícil y que se debe profundizar aún más” (al clero del Valle de Aosta, 25-07-2005).

Y en un discurso a la Rota Romana en 2013, Benedicto XVI afrontó la cuestión de la relación entre fe y validez del matrimonio: “El pacto indisoluble entre hombre y mujer no requiere, para los fines de la sacramentalidad, la fe personal de los nubendi; lo que se requiere, como condición mínima necesaria, es la intención de hacer lo que hace la Iglesia”; y añadió: “Si es importante no confundir el problema de la intención con el de la fe personal de los contrayentes, sin embargo no es posible separarlos totalmente”.

El matrimonio, “sacramento primordial de la Creación”

En la doctrina de Juan Pablo II, tanto el matrimonio del principio como el de la redención son signos del amor de Cristo hacia los hombres: antes de Cristo, como anuncio y figura del sacramento; tras su venida, en cuanto realización de esa unión. Por ello, todo matrimonio participa necesariamente del plano creacional y salvífico querido por Dios: en cuanto matrimonial (no ya en cuanto sacramento de la Nueva Ley), la unión conyugal tiene una precisa significación sacramental; por ese motivo, Juan Pablo II se refería a la verdad originaria del matrimonio como “sacramento primordial de la creación”.

Con estas premisas, ¿qué debe responderse a la pregunta acerca de la validez del sacramento celebrado por quien no tiene una fe viva y pretende casarse como los demás?

La Iglesia entiende que, salvo prueba en contrario, las personas son capaces de hacer aquello a lo que inclina la misma naturaleza

Juan Pablo II aportó una reflexión clave: “La decisión (…) de casarse según este proyecto divino, esto es, la decisión de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal toda su vida en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica realmente, aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan ya por tanto insertados en un verdadero camino de salvación, que la celebración del sacramento y la inmediata preparación a la misma pueden completar y llevar a cabo, dada la rectitud de su intención”.

La “recta intención” (“que no puede darse sin su gracia”, “aunque no sea de manera plenamente consciente”) ha de ser vista en relación con la necesidad de que los sacramentos presupongan la fe. La carencia de recta intención, en cambio, invalida el matrimonio. Ello ocurre, añade, cuando “los contrayentes dan muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza cuando celebra el matrimonio de bautizados” (Familiaris consortio, n. 68).

Además, la unicidad de la realidad matrimonial (entre el matrimonio natural y el sacramental) comporta sobre todo que no existen en la realidad matrimonios “civiles” y “religiosos”, sino solamente regulaciones civiles y religiosas de una realidad preexistente, que o es matrimonial o no lo es.

La fe, elemento muy importante en el matrimonio

Según el magisterio de Juan Pablo II, una voluntad contraria a los aspectos sobrenaturales recluida en el ámbito ideológico o intelectual y que no impida realizar el signo sacramental (la donación esponsal natural), no acarreará la nulidad del matrimonio. Esto es, una voluntad “antisacramental” invalidaría el matrimonio solo si afecta a los aspectos naturales de la conyugalidad, que constituyen precisamente el mismo signo sacramental: en otras palabras, si se tradujese en un acto positivo de exclusión de su unidad y fidelidad, su indisolubilidad o su apertura a la vida, o del matrimonio mismo.

En mi opinión, la clave de lectura de la relación entre fe y matrimonio, y en consecuencia de la incidencia que puede tener sobre la validez del matrimonio, hay que verla en dos sentidos, como entiendo hizo Benedicto XVI en su discurso de 2013. Por un lado, “el rechazo de la propuesta divina (…) conduce a un desequilibrio profundo en todas las relaciones humanas, incluida la matrimonial, y facilita una comprensión errada de la libertad y de la autorrealización”.

Por otro, “la acogida de la fe hace al hombre capaz del don de sí (…) La fe en Dios, sostenida por la gracia divina, es por lo tanto un elemento muy importante para vivir la entrega mutua y la fidelidad conyugal”.

El Papa no pretendía afirmar que la fidelidad, como las demás propiedades, no sea posible en el matrimonio natural celebrado entre no bautizados. “Pero ciertamente, cerrarse a Dios o rechazar la dimensión sagrada de la unión conyugal (…) hace ardua la encarnación concreta del modelo altísimo de matrimonio concebido por la Iglesia según el plan de Dios, pudiendo llegar a minar la validez misma del pacto en caso de que (…) se traduzca en un rechazo de principio de la propia obligación conyugal de fidelidad o de los otros elementos o propiedades esenciales del matrimonio”.

Quien tiene una fe débil o prácticamente ausente es más difícil que perciba la verdad del matrimonio, y puede verse determinado hacia un “no matrimonio” (can. 1099) o bien excluir el matrimonio mismo o una propiedad esencial; pero no está necesariamente abocado a ello. Por otro lado, quien está alejado de la fe o de la práctica religiosa pero quiere realmente una unión según el proyecto divino, se encuentra indudablemente en un camino de conversión, está tocado por la gracia mucho más que quien pide el sacramento tibiamente. Su fidelitas está sostenida por la fides y está abierta a la fidelidad de la alianza divina.

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