El que cree, quiere cambiar el mundo

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En la segunda mitad de la exhortación, el Papa subraya que evangelizar tiene necesariamente una dimensión social y exige una sólida espiritualidad.


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 90/13

<– Primera parte

La variedad católica
También el capítulo tercero (“El anuncio del Evangelio”) subraya que la Iglesia entera evangeliza: “En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero” (n. 120). Y la pluralidad interna de los fieles se refleja en las diversas formas en que la fe se encarna, se hace cultura en las distintas épocas y lugares. “No podemos pretender que los pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura” (n. 118).

Esta diversidad exige ser creativo al evangelizar, no solo en las misiones a los lugares donde la fe no está arraigada. Por ejemplo, “hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata” (n. 127). “En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Solo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra” (n. 128). Pues bien, “no hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas (…). Se transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas” (n. 129).

El Papa se detiene también en el diálogo entre fe y ciencia. Aquí es necesario desarrollar “un nuevo discurso de la credibilidad, una original apologética” (n. 132). Luego dedica amplio espacio (nn. 135-159) a la homilía, que es “la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo” (n. 135). No es meditación ni catequesis, recuerda con palabras de Juan Pablo en la carta Dies Domini (cfr. Aceprensa, 15-07-1998), n. 41. Debe avivar en los oyentes la Palabra de Dios escuchada en la liturgia y ser breve, “de manera que el Señor brille más que el ministro” (n. 138).

Los pobres
El capítulo cuarto (“La dimensión social de la evangelización”) es el más largo, y vuelve sobre los temas de justicia social del capítulo segundo, pero ahora el foco se pone en la misión de la Iglesia. El Papa recuerda “la íntima conexión que existe entre evangelización y promoción humana” (n. 178). “Una auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo” (n. 183). Por eso, “no nos preocupemos solo por no caer en errores doctrinales”, pues –dice con una cita de la instrucción Libertatis nuntius (1984), sobre la teología de la liberación– “a los defensores de ‘la ortodoxia’ se dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables y a los regímenes políticos que las mantienen” (n. 194).

Francisco reconoce que “ni el Papa ni la Iglesia tienen el monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta de soluciones para los problemas contemporáneos” (n. 184). Pero, cualesquiera sean las medidas eficaces y oportunas, no se puede posponer el esfuerzo por “resolver las causas estructurales de la pobreza”. “Los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, solo deberían pensarse como respuestas pasajeras”. Hace falta “una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo”. Y precisa: “Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos” (n. 204).

El Papa subraya que para la Iglesia, los pobres no son meramente una clase social, sino predilectos de Dios, y ocuparse de ellos es exigencia de la evangelización, no simplemente una tarea de “promoción y asistencia” (n. 199). “La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual”, y hay que ofrecerles la Palabra de Dios, los sacramentos, ayuda para crecer en la fe (n. 200). Ahora bien, la comunicación de bienes no es en un solo sentido; los pobres “tienen mucho que enseñarnos”, y todos los fieles necesitan “descubrir a Cristo en ellos”, “reconocer la fuerza salvífica de sus vidas”. Por eso dice el Papa: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres” (n. 198).

En favor de los no nacidos
Pobres son también los que sufren distintas formas de fragilidad: toxicodependientes, refugiados, pueblos indígenas, ancianos solos… (n. 210). Y los niños por nacer, “los más indefensos e inocentes de todos”. Francisco quiere ser muy claro sobre este punto: “Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. (…) Este no es un asunto sujeto a supuestas reformas o ‘modernizaciones’. No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana” (n. 214). Pero a la vez reconoce que es necesario comprender y ayudar más a las mujeres que se plantean abortar porque se encuentran en situaciones duras.

Los dos últimos apartados del capítulo tratan de la paz y de un gran medio para lograrla: el diálogo. El primero de ellos (nn. 217-237) es más abstracto, pero contiene ideas para posibles aplicaciones. El Papa propone cuatro principios: “El tiempo es superior al espacio”, “La unidad prevalece sobre el conflicto”, “La realidad es más importante que la idea” y “El todo es superior a la parte”. Cabría decir que todos previenen contra unos graves obstáculos al entendimiento: la impaciencia y la visión estrecha, que encastillan a las partes en la busca de beneficios tangibles y rápidos.

En el siguiente apartado, la exhortación considera sobre todo el diálogo religioso: el ecuménico, con el judaísmo y con las otras religiones. Advierte contra la tentación de arreglos fáciles con cesiones en materia de fe, lo que además sería una falta de sinceridad y de respeto al otro (n. 251). Con respecto a los musulmanes, el Papa pide reciprocidad: “Los cristianos deberíamos acoger con afecto y respeto a los inmigrantes del islam que llegan a nuestros países, del mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del islam gozan en los países occidentales!” (n. 253).

La revolución de Francisco
El quinto y último capítulo (“Evangelizadores con espíritu”) describe el temple interior necesario para trabajar en la misión de la Iglesia. Hay que trabajar y orar: “No sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón” (n. 262).

Con esta perspectiva se comprende además que evangelizar siempre vale la pena, y a esta tarea no se aplican los criterios comunes del éxito. “La misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos” (n. 279).

La exhortación termina invitando a acudir a María, “la Madre de la Evangelización”. “Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño” (n. 288). Esta es la revolución del Papa Francisco. El pasaje recién citado y otro anterior (“El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura”: n. 88) son los únicos en que aparece el término.

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