Las polémicas de Newman

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La celebración del bicentenario del nacimiento de John Henry Newman (1801-1890) ha vuelto a poner en el centro de la atención a una de las principales figuras religiosas de la historia contemporánea, no solo de la Iglesia Católica sino del mundo. Juan Pablo II se ha interesado vivamente en la causa de beatificación, como lo demuestra la Carta que ha escrito con motivo del aniversario. El hombre que fue llamado «el perito invisible» del Concilio Vaticano II sigue teniendo mucho que decirnos hoy. El siglo XXI podría ser el que nos permitiera afirmar que el valor de las batallas dadas por Newman y la originalidad de sus aportaciones a la Iglesia se han visto plenamente reconocidas y han fructificado.

Tal y como el Papa expresaba en su carta del bicentenario: «Newman nació en una época agitada, que vio no sólo trastornos políticos y militares, sino también turbulencias para las almas. Viejas convicciones se vieron debilitadas, y los creyentes hubieron de enfrentarse, por una parte, a la amenaza del racionalismo, y, por otra, a la del fideísmo. El racionalismo trajo consigo un rechazo de la autoridad y de la transcendencia, mientras que el fideísmo dio la espalda a los retos de la historia y a los asuntos de este mundo, entregándose a una distorsionada dependencia de la autoridad y lo sobrenatural». Juan Pablo II, admirador del cardenal Newman desde hace mucho tiempo, ha abordado recientemente la cuestión del liberalismo religioso y el supuesto conflicto que enfrenta a la fe con la razón, así como la «crisis de la verdad», en su encíclica Fides et ratio.

Contra el relativismo religioso

Newman fue un hombre polifacético y se han escrito docenas de libros acerca de los diversos aspectos de su vida intelectual. Lo que me propongo examinar aquí es la figura del cardenal como polemista. Si bien era un hombre de naturaleza tímida y reservada, rara vez rechazaba un reto que le pareciese una oportunidad de exponer la verdad, independientemente de que el desafío proviniera del interior del catolicismo o de fuera.

Cuando, de forma inesperada, el papa León XIII le hizo cardenal en 1879, Newman dejó claro cuál había sido el objeto de su trabajo, como anglicano y como católico:

«Durante treinta, cuarenta o cincuenta años me he resistido con todas mis fuerzas al espíritu del Liberalismo en religión (…) El Liberalismo en religión es la doctrina que no acepta la existencia de la verdad positiva en el ámbito religioso, sino que afirma que un credo es tan bueno como cualquier otro; ésta es la enseñanza que día a día va ganando acometividad y fuerza. Se manifiesta incompatible con el reconocimiento de cualquier religión como verdadera. Enseña que todas deben ser toleradas, como asuntos de simple opinión. La religión revelada -se afirma- no es una verdad, sino un sentimiento y una experiencia; no obedece a un hecho objetivo o milagroso, y a cada persona le asiste el derecho a interpretarla a su gusto. (…). La religión es una convicción tan personal y un bien tan privado que necesariamente hemos de ignorarla en las relaciones con otras personas».

Newman podía haber estado describiendo la situación del siglo XX, época en la que las religiones se crearon a millares, basadas en el principio del juicio privado, y cuando en muchas partes del mundo occidental, especialmente en Europa, el mero hecho de sacar el tema de la religión en una conversación personal podría ser motivo suficiente para evitar a un conocido o incluso para romper una amistad.

El cardenal escribió unos treinta libros. Los que vieron la luz en su periodo católico fueron, según él explicaba, «en su mayoría lo que podríamos llamar oficiales, obras realizadas en el desempeño de algún cargo que ocupé o en virtud de un compromiso que adquirí» o «resultados de peticiones o invitaciones especiales, o de necesidad o emergencia». Muchas de estas obras tuvieron su origen en polémicas provocadas por ataques o malentendidos inesperados.

Una doctrina en desarrollo

Quizá su obra más importante como teólogo fuera su Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, publicada en 1845. Desde principios de la década anterior, Newman había sido la cabeza del Movimiento de Oxford dentro de la Iglesia Anglicana. Este grupo de clérigos anglicanos fueron tomados por revolucionarios que intentaban reintroducir principios, devociones y tradiciones católicas en una «Low Church», ala protestante del anglicanismo, tenazmente opuesta a ello. Newman y sus colegas e íntimos amigos, John Keble y E.B. Pusey llevaron adelante el movimiento a través de escritos y distribuyendo folletos a clérigos y laicos cultos de toda Inglaterra. A principios de los años cuarenta Newman renunció a su cargo eclesiástico, reunió a su alrededor a un grupo de discípulos de Oxford y se retiró a un pequeño pueblo de las afueras de Oxford llamado Littlemore. Durante los siguientes cuatro años, mientras llevaba una vida semimonástica, escribió su libro fundamental de teología. Retrospectivamente, el libro representó una explicación teológica razonada de su conversión final al Catolicismo.

La idea central del libro es que en la Iglesia se ha dado un desarrollo doctrinal bajo la guía del Espíritu Santo, cuya autoridad sobrenatural garantiza su autenticidad. El autor intentaba demostrar que la Iglesia primitiva de los primeros tiempos de la cristiandad era idéntica a la Iglesia Católica contemporánea. Tal como afirma su biógrafo más reciente, el P. Ian Ker, «el libro… es el equivalente teológico de El origen de las especies, al que precede en más de una década».

El libro acaba con una petición al lector: «Y, ahora, querido lector, el tiempo es breve; la eternidad es larga. No apartes de ti lo que aquí hayas encontrado; no lo consideres como una mera cuestión de controversia actual; no te propongas rebatirlo y, buscando la mejor manera de hacerlo, no te engañes pensando que todo nace del desencanto, la indignación, o la agitación, los sentimientos heridos, o la excesiva sensibilidad u otras debilidades. No te refugies en los recuerdos del pasado; ni decidas que es verdad aquello que tú quieras que lo sea, ni conviertas en ídolos a ilusiones entrañables. El tiempo es breve, la eternidad larga».

Saliendo al paso de los prejuicios

En 1851, después de su conversión, su ordenación como sacerdote católico, y la fundación del Oratorio en Inglaterra, Newman escribió La situación actual de los católicos en Inglaterra. Se trataba de defender a los católicos de seculares prejuicios protestantes, nuevamente suscitados por la reinstauración de una jerarquía inglesa por parte de Pío IX. Aquí encontramos al Newman más agudo y festivo, y él mismo consideraba que éste era su mejor libro. Muchos de esos mismos prejuicios continúan vivos hasta la fecha en todo el mundo angloparlante, aunque están más extendidos entre confesiones fundamentalistas que entre las mayoritarias. Afirma que cuanto más atractivo era el catolicismo para la gente, más necesario fue que el protestantismo lo atacara como algo diabólico. Tales impresiones «no están posteriormente ligadas a los hechos o al razonamiento que las provocaron igual que un golpe, una vez dado, no sigue en relación con la piedra o el garrote con que se propinó». Este prejuicio permanece como «una mancha en la mente». El autor critica estos prejuicios, sobre todo por su incoherencia.

Pese a todo, Newman sigue siendo un inglés de cuerpo entero y alaba a los ingleses por su «imparcialidad con las personas». Asegura, proféticamente, que el mismo Papa sería sin duda alguna «recibido con vítores, y seguido por multitudes rebosantes de admiración, si visitase este país, independientemente de la sombra de Pedro que le acompaña, ganándose la aceptación de todos y cautivando corazones, cuando se mostrase en persona, en carne y hueso, gracias a la majestad de su presencia y al prestigio de su nombre». Ni que decir tiene que esto ocurrió más de cien años después, con ocasión de la visita de Juan Pablo II a Gran Bretaña.

En abril de 1851, el arzobispo Cullen, de Armagh (Irlanda), escribió a Newman para pedirle consejo acerca del nombramiento de rector para la nueva Universidad Católica de Irlanda, y para preguntar si «dispondría de algún tiempo para pronunciar algunas conferencias sobre educación». Esta carta condujo al nombramiento de Newman, en el mes de noviembre, como presidente de la Universidad Católica de Irlanda. El relato de las dificultades que Newman experimentó en su doble condición de rector del Oratorio de Birmingham y presidente de una nueva y nunca antes imaginada universidad católica en el mundo anglosajón ha sido contado en multitud de ocasiones. Este proyecto no llegó a buen fin por diversas circunstancias, incluida la oposición surgida dentro y fuera de la Iglesia, pero el University College de Dublín es un descendiente indirecto de aquel proyecto.

Fue durante esa época cuando Newman predicó el que quizá sea el mejor de sus sermones e, indudablemente, el más famoso de todos ellos, «La Segunda Primavera», predicado en julio de 1852 en el primer sínodo, celebrado en Oscott, después de la restauración de la jerarquía católica en Inglaterra. Todos los nuevos obispos asistían a esta obra maestra de retórica. «El pasado ya ha caducado; el pasado está muerto», y sin embargo, «el pasado ha vuelto, el muerto vive». Los católicos de Inglaterra han sobrevivido, aunque «en rincones y callejuelas y en los tejados; aislados del populoso mundo que los rodea, y apenas adivinados, como si los envolviera una bruma o el crepúsculo, como fantasmas que saltaran de un lado a otro, por los encumbrados protestantes, los señores de la Tierra». El tono del sermón es triunfante, pero advierte que queda mucho trabajo por hacer, que esta primavera «resultaría una primavera inglesa, una época incierta, llena de ansiedad, de esperanza y de temor, de alegría y sufrimiento… de brillantes promesas y esperanzas en ciernes pero, además, de intensas sacudidas, fríos chaparrones y súbitas tormentas». Y así ha sido.

La idea de una universidad

El legado más importante de lo que llama Newman «Mi campaña en Irlanda» fue la clásica proclama de la educación liberal: La idea de una universidad. Al igual que muchos de los escritos de Newman surge de circunstancias históricas que determinaron su enfoque. Tenía él que dirigirse a clérigos irlandeses, a las autoridades de Roma y al elemento laico anticlerical, nada ansioso de ver el establecimiento de una universidad católica de alto nivel en las Islas Británicas.

El más destacado biógrafo de Newman, el padre Ian Ker, de Oxford, explica de este modo la esencia de los primeros Discursos que formaron La idea de una universidad: «La religión y el conocimiento no se oponen mutuamente -y no porque sean mutuamente indiferentes, sino porque están relacionados indivisiblemente, o más bien porque la religión forma parte de la materia del conocimiento. Lo que confiere a los Discursos su carácter especial es… la tensión entre la insistencia, genuinamente incondicional, en el valor absoluto del mismo conocimiento y la convicción, igualmente firme, de que el conocimiento no es, categóricamente, el bien más elevado». Newman afirma: «La Recta Razón, es decir, la razón rectamente ejercitada, lleva a la mente a la fe católica, y siembra ésta en todas sus reflexiones religiosas para que actúen bajo su guía. Pero la razón, considerada como un agente real en el mundo, y como un principio operativo en la naturaleza del hombre, está muy lejos de tomar una dirección tan recta y satisfactoria». Las observaciones del P. Ker sugieren la importancia de la aportación del cardenal a la armonía entre fe y razón, tan abismalmente malentendida en aquella época, situación que continúa en la actualidad.

La idea de una universidad nunca ha dejado de reeditarse y siguen escribiéndose libros en respuesta a sus clásicas definiciones y razonamiento. La práctica totalidad de las universidades católicas y un buen número de pequeños centros superiores seculares y de origen protestante de los Estados Unidos, han utilizado las teorías de Newman como cimiento de sus programas de estudios. Siempre resultará controvertida para aquéllos que no consideran «el conocimiento como un fin en sí mismo» sino que más bien conciben la educación simplemente como formación para una carrera profesional o como un medio de preparar a los jóvenes para que sean ciudadanos útiles de un Estado.

«Apología» frente a un ataque

Quizá la más conocida de todas las obras de Newman, considerada como un gran clásico tanto de la literatura como de la autobiografía, es su Apologia pro vita sua. Historia de mis ideas religiosas. Éste es el libro que, finalmente, consolidó su reputación como un gran inglés y un gran católico. Newman había sido atacado de forma gratuita en una revista por el novelista Charles Kingsley quien escribió: «La Verdad, por fortuna para ella, nunca ha sido una virtud entre el clero católico. El padre Newman nos informa que no es necesario que lo sea y que, en general, no debería serlo; así de sutil es el arma que el Cielo ha dado a los santos con la cual resistir la fuerza bruta masculina del perverso mundo que se casa y es entregado en casamiento. Sea o no esta noción doctrinalmente correcta, al menos lo es históricamente».

Después de un intercambio epistolar que se prolongó algunos meses, Newman respondió a este insulto, dirigido a él y al sacerdocio católico, con su obra maestra. Escribió la Apologia para defenderse de las acusaciones de ser «mentiroso, hipócrita y taimado», y como alguien «que ha renunciado a tanto de lo que amaba y estimaba en mucho y que podría haber conservado, pero él amaba la honestidad más que la fama, y la Verdad más que a sus queridos amigos». El libro fue escrito con tanta rapidez como fue posible en seis semanas. Recibió críticas universalmente favorables y las ventas alcanzaron cifras enormes. Con lo que no sólo su reputación se vio restaurada y acrecentada, sino que incluso se acabaron sus constantes preocupaciones económicas.

No obstante, ni aun después de haber entrado en lo que él consideró sus últimos años, se vio Newman libre de polémica. El Concilio Vaticano I fue convocado en 1870 y la cuestión más importante que examinó fue la oportunidad y el alcance de la declaración de la infalibilidad del Papa. En Inglaterra, quienes al igual que Newman eran anglicanos conversos, como el arzobispo Manning y su anteriormente íntimo discípulo inglés W.G. Ward, eran entusiastas ultramontanos defensores de que se otorgara a la definición el ámbito más amplio. Newman creía firmemente en la infalibilidad papal, pero se consideró satisfecho cuando se restringió a cuestiones de fe y de moral.

Con todo, no estaba en absoluto seguro de que la declaración fuera oportuna dado el fervor revolucionario que dominaba Europa y el fuerte antipapismo de Inglaterra y otros países. A él le parecía «un nuevo y gravísimo precedente que un dogma fuera aprobado en la Iglesia sin causa clara ni urgente. En mi opinión esto es la parte más seria del asunto». Newman decía que en realidad no había gran diferencia entre las opiniones de ambas partes.

Católicos y ciudadanos

Una de las últimas polémicas de la vida de Newman, que dio pie a una obra escrita, trataba acerca de la cuestión de si los católicos podían ser verdaderos ciudadanos ingleses. ¿A qué o a quién eran leales? Naturalmente, ésta es una cuestión que siguió planteándose hasta la elección de John F. Kennedy como presidente de los EE.UU. en l960. En noviembre de 1874 Gladstone escribió un opúsculo refiriéndose al Concilio Vaticano I que tituló: «Los decretos del Vaticano en su relación con la lealtad civil: Una objeción política». El autor afirmaba que los decretos del Vaticano I muestran que «nadie puede convertirse [al catolicismo] sin renunciar a su libertad moral y mental, y sin dejar su lealtad civil y su deber a merced de otro».

Newman tenía por aquel entonces 74 años pero se armó de valor para la empresa y, prefiriendo contestar a Gladstone de forma indirecta, escribió al duque de Norfolk, destacado laico católico, que había sido alumno del Oratory School de Newman en Birmingham. Una carta al duque de Norfolk, en realidad un libro de 150 páginas, fue publicada en 1875. Newman utilizó la carta para explicar la posición católica moderada y para reprender los excesos de los ultramontanos. Defendió la enseñanza y las «reivindicaciones» del Vaticano I diciendo «nunca las he rechazado» y declarando su intención de «defenderlas con el mismo fervor con el que reconozco mi deber de lealtad a la constitución, las leyes y el gobierno de Inglaterra». Newman responde punto por punto a las numerosas objeciones de Gladstone contra el Catolicismo en su historia y sus creencias. Asegura que la auténtica objeción de los protestantes ingleses no se dirige al papado sino a la Iglesia: «Ellos no creen que Cristo estableciera una sociedad visible, o más bien un reino, para la propagación y el mantenimiento de su religión, para que sirviera de necesario hogar y refugio para su pueblo; pero nosotros creemos». En cuanto a Gladstone: «No es la existencia de un Papa, sino la de una Iglesia, lo que provoca su aversión».

Aunque Newman prosiguió con su voluminosa correspondencia, esta polémica fue la última. Sin embargo, el hecho de que centenares de libros y artículos sigan apareciendo sobre él y su obra doscientos años después de su nacimiento es un tributo a su importancia como figura religiosa y secular. Pocos hombres en la historia han gozado de tan amplia variedad de talentos y dones, y pocos los han empleado tan eficazmente durante una larga vida, alcanzando fama de santidad. En los años venideros podríamos verlo elevado a los altares y, quizá, incluso nombrado Doctor de la Iglesia. La lectura de Newman exige un esfuerzo intelectual, pero es un gusto refinado y enriquecedor que una vez adquirido nunca se pierde.

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C.J. McCloskey, sacerdote, es director del Centro Católico de Información de Washington, DC, y presentador de una reciente serie de televisión sobre el Cardenal Newman emitida por EWTN. Su dirección de Internet puede encontrarse en www.catholicity.com.

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