Visión de la cultura en el Catecismo de la Iglesia

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El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica se está convirtiendo en un punto habitual de referencia en conversaciones y debates de muchos ambientes culturales europeos. Probablemente no se debe sólo a una cuestión de forma o a una moda pasajera, sino que refleja un enfoque de fondo, pues es ostensible el hondo contenido intelectual que el Papa Juan Pablo II imprime en todos sus actos magisteriales, desde que escribió, en su primera y programática encíclica Redemptor hominis, «el hombre es el camino de la Iglesia».
El Catecismo consiguió enseguida el número uno en la lista de libros más vendidos en Francia, el primer país en que apareció. Tal vez por la nostalgia de trascendencia que se respira en el ambiente, reflejo también de aquel anhelo esperanzado de Malraux: el siglo XXI será metafísico…, o no será.

Puede tener interés, por tanto, comprobar el tratamiento que recibe la cultura en el Catecismo. En el índice temático, «cultura» remite a un total de 34 lugares, que no siempre coinciden con los mencionados en otras voces como «belleza», «comunicación» o «historia». (No deja de ser una novedad: ninguna de esas cuatro voces figura en el correspondiente índice alfabético de la edición castellana más clásica del Catecismo Romano de San Pío V).

Una antropología optimista

El Catecismo toma la cultura contemporánea como un valor dado, como un dato en sí mismo positivo, dentro de la clásica antropología optimista propia del cristianismo, que el Concilio Vaticano II acentuó con nitidez.

Este enfoque afirmativo aparece ya en el prólogo, cuando advierte la necesidad de adaptar su contenido, en cada lugar, a diversas exigencias ineludibles, entre las que incluye las «que dimanan de las diferentes culturas» (n. 24). Y se expone con cierto detenimiento al abordar la doctrina sobre la creación, es decir, la respuesta cristiana a la pregunta básica de los hombres de todos los tiempos acerca de su origen y su fin (nn. 282 ss).

Se parte de que las abundantes investigaciones científicas sobre los orígenes del mundo y del hombre «han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre»; de donde también es motivo de agradecimiento al Creador «la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores» (n. 283).

Desde siempre, la inquietud de los hombres se debate entre el azar y la necesidad, el destino ciego o la protección amable de los dioses, la abundancia de los bienes y la misteriosa presencia del mal. A esas incertidumbres vitales trataron de dar respuesta los mitos de religiones y culturas antiguas, o los filósofos de todos los tiempos: «estas tentativas dan testimonio de la permanencia y de la universalidad de la cuestión de los orígenes. Esta búsqueda es inherente al hombre» (n. 285).

La belleza, camino hacia Dios

El Catecismo se detiene en la exposición cristiana de la Creación del mundo, explicada también en términos de belleza del universo: «la belleza de la creación refleja la infinita belleza del Creador» (n. 341). Con San Agustín -expresa y justamente citado: no exagero al pensar que fue el hombre más culto de su tiempo-, se afirma que la belleza de la tierra es una de las posibles vías de acceso al conocimiento de Dios (nn. 32 y 33). Además, en el camino hacia Él, el hombre «expresa también la verdad de su relación con Dios Creador mediante la belleza de sus obras artísticas» (n. 2501).

Pero no se piense en un «fijismo» cultural de la creación y de la vida del hombre sobre la tierra. El Catecismo tiene continuamente presente la diversidad propia de la cultura humana, plenamente compatible con la igualdad radical de las personas, con la unidad de la fe -capaz de expresarse «a través de muchas lenguas, culturas, pueblos y naciones» (n. 172)-, y con la unidad de la Iglesia enriquecida por legítimas tradiciones de tantos lugares (cfr. n. 814).

La «Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende» (n. 770), como se manifesta estrictamente en las acciones litúrgicas, que incorporan «a los hijos de Dios en el único Cuerpo de Cristo. Esta reunión desborda las afinidades humanas, raciales, culturales y sociales» (n. 1097): el pueblo de Dios de la Nueva Alianza trasciende los límites de naciones y culturas, razas y sexos (cfr. n. 1267).

Dios ha querido expresamente la variedad, que conduce a la interdependencia de las criaturas (cfr. n. 340). De este modo, hace a los hombres verdaderamente hermanos, a través de la solidaridad y la caridad (cfr. n. 361).

El Catecismo subraya los valores positivos de toda construcción cultural, aunque no omite posibles insuficiencias o enfoques erróneos, especialmente cuando afectan a conceptos centrales de la vida cristiana, como la oración (cfr. las objeciones resumidas en n. 2727), la libertad (cfr. las amenazas para la libertad del n. 1740), o la permisividad de las costumbres (cfr. n. 2526).

Inculturación y rupturas

Se comprende bien que la misión de la Iglesia, exigencia de su catolicidad, se engrane en procesos positivos de inculturación, para «encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos» (n. 854), tal como sucedió desde los comienzos del cristianismo. Pronto, la catolicidad de la Iglesia se manifestó también a través de las diversas tradiciones litúrgicas, que corresponden al genio y a la cultura de los diferentes pueblos, y protegen adecuadamente lo que resulta inmutable por ser de institución divina (cfr. nn. 1200 ss).

De este modo, la diversidad litúrgica será fuente de enriquecimiento, lejos de tensiones, incomprensiones o, incluso, como la historia atestigua tristemente, de cismas. La diversidad se expresará dentro de la fidelidad a la fe común y de la decisiva comunión jerárquica. Porque, en palabras de Juan Pablo II, citadas literalmente, «la adaptación a las culturas exige una conversión del corazón», pero también «si es preciso, rupturas con hábitos ancestrales incompatibles con la fe católica» (n. 1206).

En síntesis, el culto cristiano se expresa según la cultura de cada pueblo, «sin someterse a ella», y teniendo en cuenta también que, hoy como ayer, «la liturgia misma es generadora y formadora de culturas» (n. 1207).

Así lo explica el Catecismo a propósito de la belleza del canto o la música (nn. 1156 ss), las imágenes sagradas (nn. 476, 1159 ss, 2129 ss, 2502 ss); los sacramentales (nn. 1668 ss); o las palabras, melodías, gestos, imágenes que conforman el lenguaje de la oración (cfr. n. 2663). Y alcanza incluso a la propia organización eclesiástica en provincias, patriarcados o regiones (cfr. n. 887).

Promover la cultura

Además, el Catecismo de la Iglesia introduce una gran novedad, en consonancia lógica con el Concilio Vaticano II: la necesidad de actuar cristianamente, de santificar los diversos ámbitos que conforman la cultura de cada época. Esta tarea, como es bien sabido, corresponde a la vocación propia de los laicos, y les lleva a impregnar de sentido cristiano todas las manifestaciones y realizaciones culturales de los hombres (cfr. Lumen gentium, 36, citado en n. 909).

Para esto, es preciso favorecer la participación activa en la vida social, e impulsar la creación de asociaciones e instituciones de libre iniciativa, también en el ámbito de la cultura (cfr. n. 1882).

Se trata de elementos esenciales del bienestar social, de exigencias de la dignidad de la persona. Resulta coherente la conclusión: la necesidad de promover la educación, la cultura y la información, como modo específico de contribuir al bien común (cfr. n. 1908).

No es ocioso reiterar que forma parte de la justicia promover, difundir, distribuir los bienes de la cultura. El amor a los pobres abarca también la lucha contra «las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa» (n. 2444). Pero no es cuestión de caridad o de beneficencia, sino, sobre todo, de esfuerzos personales y colectivos, que corresponden particularmente a los laicos, a través del propio trabajo, que «puede ser un medio de santificación y de animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo» (n. 2427).

Esta vida y la otra

Los cristianos saben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad, pero «esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz» (n. 2820).

De nuevo la Iglesia viene a proponer unidad de vida a una humanidad cultural y vitalmente tal vez demasiado fragmentada, que, desde cierta incredulidad general para los dogmas, está llegando en tantos aspectos al colmo de la credulidad, como señalaba recientemente Philippe Sollers.

A comienzos de año, en una entrevista sobre la antigua Yugoslavia, Bernard-Henri Lévy consideraba que un intelectual debe volverse contra sus propias ideas, cuando se convierten en pantallas que le impiden actuar o pensar. Baudelaire reclamaba el derecho a contradecirse. O, más recientemente, Pasolini el «deber de abjuración». Son expresiones fuertes que contrastan con la serena actitud intelectual con la que Juan Pablo II ofrece el Catecismo «a todo hombre que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cfr. 1P 3, 15) y que quiera conocer lo que cree la Iglesia Católica».

Salvador Bernal

 


Un instrumento de evangelización

El Card. Jozef Tomko, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, comenta en L’Osservatore Romano (edición en español, 1-I-93) la dimensión misionera del Catecismo.

(…) El Catecismo describe así el motivo de la misión: «Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2,4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan, para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera» (Catecismo, n. 851).

Este denso párrafo aclara muchas cuestiones hoy discutidas en el mundo misionero. Precisa, ante todo, que la voluntad universal de salvación de Dios incluye el conocimiento de la verdad salvífica, como resulta evidente del texto paulino a veces mutilado en las citas interesadas. De allí se sigue que el designio universal de Dios para salvar a todos los hombres no sólo no impide ni frena el impulso misionero de la Iglesia hacia los no cristianos, sino que, por el contrario, lo enciende y lo estimula más (…).

El Catecismo, en el mismo contexto de la catolicidad de la Iglesia, afronta asimismo la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas, que interesa directamente a la misión y hoy es cada vez más discutida. Aquí también nos encontramos frente a una síntesis de la doctrina patrística y conciliar (…).

El Catecismo afirma ante todo, con el Concilio, que «los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al pueblo de Dios de diversas maneras» (Lumen gentium, 16). Luego, estudia aparte la relación de la Iglesia con el pueblo judío y con los musulmanes. Pasando a continuación a las religiones no cristianas, señala el vínculo de la Iglesia con ellas ante todo en el origen y fin comunes del género humano.

Con un lenguaje sumamente conciso, pero también muy esmerado, el Catecismo describe seguidamente la situación de esas religiones (nn. 843-845): «La Iglesia reconoce en las otras religiones la búsqueda, «todavía en sombras y bajo imágenes», del Dios desconocido pero próximo, ya que es Él quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas y quiere que todos los hombres se salven. Así la Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que puede encontrar en las diversas religiones, «como una preparación al Evangelio y como un don de aquel que ilumina a todos los hombres, para que al fin tengan la vida» (Lumen gentium, 16). Pero, en su comportamiento religioso, los hombres muestran también límites y errores que desfiguran en ellos la imagen de Dios (…).

»El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación».

Aquí el Catecismo toca la cuestión de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Explica, ante todo, el verdadero sentido del principio: «extra Ecclesiam nulla salus», «fuera de la Iglesia no hay salvación». Este principio significa sencillamente que toda la salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo (cfr. Lumen gentium, 14). Luego, con palabras del Concilio Vaticano II, precisa la situación de los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: «Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (ib., 16).

Y concluye: «Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, sin la que es imposible agradarle, a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar a todos los hombres».

Hay muchas otras cuestiones actuales en los territorios de misión, para las que el Catecismo señala un camino claro y seguro. Bastaría mencionar como ejemplo la enseñanza acerca del matrimonio con respecto a la poligamia y al divorcio, o la que trata sobre la materia que ha de usarse en los sacramentos, sobre la salvación en Jesucristo, único Mediador, etc.

En general, se puede decir que para los países de misión el Catecismo toma un papel especial de guía segura para sostener y confirmar la fe y para proseguir con certeza doctrinal la evangelización.

Las Iglesias jóvenes, sus pastores y los misioneros encontrarán en el Catecismo un punto de referencia claro para el anuncio de la fe verdadera, y sobre todo para la delicada operación de la inculturación del Evangelio y de su encarnación en las culturas locales.

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