La naturaleza humana

Jesús Mosterín

GÉNERO

Espasa Calpe. Madrid (2006). 418 págs. 21,90 €.

Jesús Mosterín, catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia, es autor de obras que abarcan desde historia de la filosofía (los inicios del filosofar y Aristóteles especialmente) hasta traducciones y comentarios de autores tan relevantes como Frege y Gödel. Por este motivo, el título y el número de páginas de este volumen me auguraban unos buenos ratos dedicado a la contemplación de la teoría, al saber por el saber que aporta la filosofía a la vida humana.

Sin embargo, el índice y el prólogo se encargaron de destrozar mis esperanzas. En un párrafo del prólogo se liquida todo el contenido de la obra: hay naturaleza humana, pero el único enfoque intelectualmente honesto sobre ella es el evolucionista. Ningún razonamiento apoya este punto de partida: el autor piensa así, y se acabó. Para confirmar esa declaración de intenciones, la claridad del índice es palmaria. Tras un breve capítulo que critica la tesis de la inexistencia de la «naturaleza humana», se dedican unos cuantos a mostrar cómo el autor la concibe: evolución en la versión darwinista más trasnochada, cuestiones básicas de biología, los distintos tipos de animales, las peculiaridades de los primates y del hombre, genética, mente-cerebro-conducta, lenguaje humano. En suma, una versión del hombre reducido a una estructura material, con la complejidad de los seres vivos y muy especial, pero nada más.

A partir de aquí, comienzan otros capítulos que ya van teniendo más conexión con la vida humana: cultura y evolución cultural, hombres y mujeres, reproducción y eugenesia, muerte y eutanasia, y la conciencia moral. En ellos, aparece el hombre como un cáncer de la biosfera por la cuestión de la superpoblación: sería necesario aceptar el aborto, el control de la natalidad y la eugenesia; no desdeña la oportunidad de atacar a la Iglesia católica al respecto, pero, dentro de la colección de diatribas, resulta una anécdota; hace una crítica mordaz a los filósofos modernos que proponen moderar las intervenciones genéticas; liquida toda religión como posible totalitarismo, sin entrar en materia; realiza un alegato feminista mejorable por un bachiller; y reduce la ética a sentimientos morales.

No se termina de entender la contradicción interna de estos capítulos que tratan de temas «morales y espirituales»: si realmente el hombre es un mero ser biológico, de dónde sale el deber, la eticidad, etc., pues él mismo señala la falacia naturalista.

No se puede negar una cierta erudición en algunas citas de los clásicos. Es una pena que, en lugar de entenderlas en su contexto, las hace aparecer para despacharlas con sarcasmo o burla. No se libran ni Platón ni Freud. De todos modos, la argumentación es muy débil: es una negación sumaria de todo argumento sin entrar en materia, y un planteamiento materialista ramplón.

Como colofón, después de haber reducido al hombre a mera materia («La investigación de la naturaleza humana es una cuestión tan fáctica como la medida del perihelio de Mercurio», p. 382), aparece un capítulo en que se mezclan el deseo de contemplación de la verdad aristotélico, la mística barata y la profesión de panteísmo, citando expresamente a Spinoza. A estas alturas, después de haber criticado el concepto de alma como una simple ironía de Platón, ¿por qué insiste en hablar de contemplación, espíritu o felicidad? ¿No es todo mera estructura, neuronas, y sus manifestaciones periféricas? ¿O es eso otra metáfora, como afirmaba de toda la tradición filosófica sobre el concepto de alma, tan contaminada de tabúes religiosos?

Antonio Pardo

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