La figura del general Augusto Pinochet (1915-2006) sintetiza en sí la idea de las dictaduras latinoamericanas del siglo XX: si, fuera de Argentina, se pronuncian los nombres de Jorge R. Videla o de Leopoldo Galtieri, jerarcas represores en distintos momentos de la dictadura en su país, quizás muchos no los identifiquen. Pero el del dictador chileno con seguridad será reconocido por todos.
Con su reciente obra Pinochet. Biografía militar y política, el investigador Mario Amorós, de la Universidad de Barcelona, ofrece detalles que a quienes no hemos vivido en Chile, pero crecimos oyendo hablar de las atrocidades cometidas por el aparato represor pinochetista, puede aportarnos más claridad sobre el personaje, sus motivaciones, y el modo en que tomó las riendas del destino de su país.
Un modo, sin duda, bastante curioso: el propio Pinochet, en más de una ocasión había descartado las sublevaciones armadas como vehículo para “imponer el orden”. En 1971, en medio de las turbulencias internas, el general había señalado tajante: “En Chile no habrá golpe de Estado”, y en septiembre de 1973 fue de quienes más se lo pensaron para acometer la asonada. “¿Te has dado cuenta de que todo esto nos puede costar la vida?”, preguntó a otro conjurado, el general Gustavo Leigh, apenas 36 horas antes del golpe.
Pero su vacilación inicial no le impidió, tras el derrocamiento de Allende, ejercer el control del país con puño de hierro y perseguir ferozmente a sus opositores más allá de las fronteras nacionales, como sucedió en 1976 con el asesinato del excanciller Orlando Letelier en Washington, “el primer atentado terrorista internacional en suelo estadounidense”, acota Amorós.
El estudioso acerca al lector a las circunstancias que contribuyeron a formar la personalidad de aquel general que prefería ocultar su mirada tras gafas oscuras. Aquel que, desde joven, manifestaba su abierta inclinación por el mundo de las armas, por la disciplina germánica de un ejército que marchaba al compás de la Marcha Radetzky y que, como lema, entonaba un “Siempre vencedor, jamás vencido”. Se aborda el mediocre desempeño del biografiado en algunas etapas de su formación militar, su ascenso paulatino hacia posiciones de mando, y también, a la sombra de los sables, su enlace con la que fue su esposa, Lucía Hiriart.
La obra recoge testimonios de quienes le fueron cercanos, de antiguos amigos a quienes el espanto hizo posicionarse en su contra, y también de incondicionales. Y muestra al personaje en todas sus poses: a un Pinochet enrabietado que patea a los vencidos en las primeras horas tras el golpe y amenaza con fusilarlos; a un vencedor despiadado, para quien la hipotética rendición de Allende no hubiera bastado para respetarle la vida; a un dictador humillado por otro dictador, el filipino Ferdinando Marcos, que hace darse la vuelta al avión que llevaba al chileno a Manila en visita oficial; a un anciano retenido en Londres que, enterado de que los lores han decidido no reconocerle inmunidad diplomática, se lleva las manos al rostro y llora…
A un ser humano, en fin, frágil, finito, pero refractario al arrepentimiento, al que los tribunales persiguieron hasta que se cerró su ataúd. Y al que la Historia todavía perseguirá.