El derecho a recibir sin contrapartida

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Vivir como un rentista siempre ha sido privilegio de pocos. Pero si consideramos que todos somos copropietarios de la riqueza nacional, tendríamos derecho a recibir una renta periódica, que garantizara nuestra autonomía y subsistencia. Este es el objetivo de la renta básica, una idea formulada por primera vez en las postrimerías del siglo XVIII y que vuelve a replantearse ahora, en parte por el temor a que los robots dejen sin empleo a muchos trabajadores poco cualificados.

Contar con una red de seguridad ante el desempleo o la incapacidad está en la base del Estado social de nuestros días. Pero la renta básica es distinta de otros mecanismos de solidaridad. Según la define uno de sus partidarios, Philippe Van Parijs, una renta básica es “un ingreso conferido por una comunidad política a todos sus miembros, sobre una base individual, sin control de recursos ni exigencias de contrapartida” (1).

Para todos y cada uno

Se trata de un ingreso en efectivo, abonado de manera periódica (mensual, anual) que cada uno puede gastar como y cuando prefiera. Es por lo tanto distinto de los bienes en especie que el Estado suele proporcionar, como la sanidad o la educación gratuita.

Esta renta básica se concedería a todos los miembros de la comunidad, sin distinción: pobres y ricos, en activo y desempleados, profesionales diligentes y alérgicos al trabajo, amas de casa y jubilados… En la mayoría de las propuestas, la renta básica se reserva a los ciudadanos mayores de edad, aunque algunas atribuyen a los menores un importe reducido.

A diferencia de otros dispositivos de transferencias, la renta básica se concede al individuo, no al hogar o a la familia, pues su objetivo es promover la libertad de la persona.

Sin condiciones

La renta básica es también independiente de las necesidades y del nivel de renta del beneficiario. Tendría derecho a ella tanto el homeless como Amancio Ortega.

Tampoco exige contrapartidas. El receptor no tiene que comprometerse a buscar trabajo ni a recibir formación profesional ni a gastar su importe en determinados bienes ni a realizar trabajos al servicio de la comunidad.

Según las distintas propuestas, la renta básica puede ser complementaria o sustitutiva de otras transferencias del Estado. Para la gran mayoría de sus defensores, sería complementaria de otras prestaciones (sanidad, educación, subsidios familiares, discapacidad, etc.). Para otros, debería sustituir a todas o a la mayor parte de estas otras transferencias.

Algunos autores ven la renta básica como una respuesta al riesgo de que las nuevas tecnologías acaben dejando sin empleo a muchos trabajadores

Aquí influye la distinta procedencia ideológica de los partidarios de la renta básica. Sus defensores libertarios la propugnan como el mecanismo menos dañino e intrusivo con el que el Estado puede transferir riqueza de unos ciudadanos a otros. Por ejemplo, Charles Murray, un crítico liberal del actual Estado de bienestar, defiende la sustitución de todas las transferencias actuales del gobierno de EE.UU. (pensiones, educación, sanidad…) por una renta básica de 13.000 dólares para todo mayor de 21 años (3.000 dólares se dedicarían obligatoriamente a un seguro médico) (ver The Wall Street Journal, 3-06-2016).

En cambio, para los de izquierda –desde Thomas Paine en el siglo XVIII– se trata de un modo de favorecer la igualdad y de luchar contra la pobreza, por lo que la consideran compatible con otras transferencias sociales. 

Ventajas en la lucha contra la pobreza

Desde el punto de vista de la lucha contra la pobreza, hay que ver si la renta básica permite alcanzar ese objetivo mejor que otros mecanismos convencionales ya existentes de ingresos mínimos.

Tenemos, entre otros, la renta mínima de inserción, que se abona a los que no alcanzan un cierto nivel de renta, para garantizar así su subsistencia. A cambio deben aceptar una serie de exigencias en la búsqueda de empleo. Por ejemplo, en España, los parados que han agotado el subsidio de desempleo pueden recibir una ayuda de 400 euros mensuales.

Otro sistema de ayuda son los llamados créditos fiscales (como el “Earned Income Tax Credit” en EE.UU.). Con esta fórmula, el Estado otorga un subsidio adicional como un porcentaje del salario del trabajador hasta que alcance un cierto nivel de renta. Pero hace falta tener un empleo.

Desde una óptica liberal, Milton Friedman propuso en Capitalismo y libertad (1962) un modo de luchar contra la pobreza mediante un impuesto negativo sobre la renta. Fijado un umbral mínimo de ingresos, las familias que no lo alcanzaran tendrían una cuota negativa en el impuesto, es decir, el derecho a cobrar de Hacienda una cantidad según su renta.

Frente a estos y otros mecanismos de solidaridad, los partidarios de la renta básica piensan que su fórmula tiene una serie de ventajas. En primer lugar, al ser una renta para todos, no requeriría el complejo e invasivo control burocrático para determinar quién necesita la ayuda, lo que da origen a corruptelas y paternalismo. Carece también del estigma asociado a los programas exclusivos para pobres. Además evita caer en la trampa del paro, por la que los beneficiarios no tienen incentivos para aceptar empleos de bajo sueldo porque perderían su derecho a la prestación y su situación final apenas mejoraría; en cambio, con la renta básica, cualquier ingreso salarial adicional mejora la situación del receptor.

¿Un coste asumible?

En último término, lo que distingue a la renta básica de otros mecanismos de lucha contra la pobreza es su carácter universal e incondicional. Pero también estas mismas características pueden hacer que tenga un coste difícil de asumir y que los más necesitados acaben recibiendo menos que ahora.

Sus partidarios, como el socialdemócrata Van Parijs, afirman que la idea de renta básica no implica que deba cubrir las necesidades básicas fundamentales: su importe puede ser menor. Pero muchas propuestas toman como punto de referencia el umbral de pobreza, al menos como objetivo a largo plazo. Según el criterio de la Unión Europea, ese umbral se sitúa en el 60% de la mediana de los ingresos de la población. Para una persona sola en España ese umbral equivalía a 7.961 euros anuales (663 euros mensuales) en 2014.

Pero incluso para ofrecer una renta básica modesta, habría que aumentar bastante la presión fiscal. En EE.UU. se calcula que para pagar una renta básica de 10.000 dólares al año, la parte de los impuestos en relación al PIB debería subir del 26% actual al 35%, como en Alemania, lo que implicaría además reemplazar los demás programas del Estado del bienestar.

En el caso de España, en un libro de título inequívoco, Contra la renta básica (2), el profesor de economía Juan Ramón Rallo calcula que, para una población de 46,5 millones de personas, si se abonara una renta básica de 6.000 euros anuales para adultos y 1.200 para menores, el coste total sería 239.000 millones (es decir, el 23% del PIB). A efectos comparativos, las pensiones de jubilación suponen hoy el 10% del PIB y se ve con temor que puedan subir al 14% en 2050.

Los defensores de la renta básica suelen alegar que su coste real es menor, pues habría que descontar aquella parte del gasto público actual que quede cubierto por la renta básica. Por ejemplo, si una persona recibe un subsidio de desempleo de 12.000 euros anuales, y la renta básica es de 6.000 euros, pasaría a recibir 6.000 del seguro de paro. Aun teniendo en cuenta esta rebaja, Juan Ramón Rallo estima que en España se necesitaría una financiación adicional de 205.000 millones.

No parece realista pensar que esta financiación pueda conseguirse solo cobrando más impuestos a los más ricos. A juzgar por la experiencia de los países nórdicos con Estados del bienestar más generosos, habría que elevar la factura fiscal de casi todos. Por eso las propuestas de renta básica suelen combinar la reducción de algunas partidas de gasto público y el aumento de la recaudación fiscal a niveles escandinavos.

Los que pueden perder

De todos modos, como buena parte del gasto social actual está centrado en ayudar a unos grupos de población minoritarios más frágiles (discapacitados, becarios, hogares en riesgo de pobreza…), la supresión de estas ayudas podría dejarlos en peor situación. Por eso algunos autores señalan que si la renta básica sustituyera a los programas de ayuda social, sería como quitar dinero destinado a los pobres para redistribuirlo entre todos, necesitados o no.

Otros autores, en cambio, opinan que el hecho de que la renta básica fuera universal haría de ella un buen instrumento contra la pobreza. Rutger Bregman, autor de Utopia for Realists, cree que “la gente está más dispuesta a la solidaridad cuando se beneficia personalmente. Cuanto más tengan que ganar del Estado del bienestar mi familia, mis amigos, más proclives seremos a contribuir. Lógicamente, una renta universal, incondicional, tendría también la más amplia base de apoyo” (entrevista en gawker.com, 15-04-2016).

Lo que distingue a la renta básica de otros mecanismos de lucha contra la pobreza es su carácter universal e incondicional

Pero el hecho de que la renta básica sea universal no quiere decir que todos vayan a salir ganando, pues como en definitiva se paga con impuestos, algunos tendrán que aportar más de lo que reciben. Y los que más saldrían perdiendo serían los pensionistas, pues la renta básica sería inferior a la mayoría de las pensiones. ¿Y qué gobernante se atreverá a malquistarse con los pensionistas?

Que trabajen los robots

Parece sorprendente que en una época en que muchos países tienen dificultades para financiar el Estado del bienestar y luchan por reducir el déficit público, la idea de la renta básica se haya replanteado. Su popularidad entre algunos sectores se explica porque ven la renta básica como una respuesta al riesgo de que las nuevas tecnologías acaben dejando sin empleo a muchos trabajadores menos cualificados. El declive de las tasas de empleo y el estancamiento de los salarios en los países industrializados serían la manifestación de este fenómeno.

El empleo ya no garantizaría un poder adquisitivo suficiente. De hecho, puede darse la pobreza con empleo. Ante este problema, la renta básica puede entenderse como un modo de que la sociedad se haga cargo de una parte de la remuneración de los trabajadores. Sin embargo, los sindicatos ven con desconfianza la renta básica. Temen que sirva para reducir o abolir el salario mínimo legal, y que sustituya a otros mecanismos de protección social.

En cualquier caso, la idea de que en un mundo de robots y de inteligencia artificial el empleo se reducirá es más un temor para el futuro que una realidad en el presente. Históricamente, el desarrollo tecnológico siempre ha creado más empleo del que ha destruido, y está por ver que esta vez será distinto. Un documento de trabajo recientemente publicado por la OCDE sobre tareas en riesgo de desaparecer por la automatización, concluía que solo el 9% de los empleos en 21 países de la organización corrían un alto riesgo.

Lo que algunos temen es que con la renta, muchos de los receptores dejen de trabajar y se dediquen a vivir de la renta estatal, sumando las de los distintos miembros de la familia. Es verdad que, por lo general, el importe previsible de la renta básica no daría para vivir al nivel actual de la mayoría de la gente.

Pero, sin llegar al paro voluntario, puede provocar que se trabaje menos. Como la renta básica supone un aumento de ingresos personales independientemente del tiempo que se trabaje, cabe esperar un aumento de la demanda de ocio.

Repercusión en los receptores

La evidencia empírica sobre algunos experimentos de este estilo realizados en EE.UU. con el impuesto negativo sobre la renta mostró una reducción de las horas trabajadas, no por un abandono absoluto del mercado de trabajo, sino por la reducción de la jornada laboral y, sobre todo, por el aumento del tiempo que las personas permanecían desempleadas.

Al temor de subsidiar al perezoso, los partidarios de la renta básica responden que lo que hará es dar más oportunidades de elegir un trabajo con sentido. Remediará la injusticia de la gente que hace un trabajo valioso, pero no remunerado (como el cuidado de niños y mayores). Y, al dar más poder de negociación, elevará los salarios de profesiones infrapagadas (limpieza, enfermería, docencia…) pero importantes.

Lo indiscutible es que la renta básica desvincula el ingreso del trabajo, y el subsidio de la necesidad. Por eso, en palabras de Juan Ramón Rallo, “si unos ciudadanos obtienen ingresos sin producir nada es porque, en última instancia, se apropian de la producción que han generado otros ciudadanos (…) En otras palabras, la distribución de la producción deja de estar basada en relaciones de intercambios recíprocos y mutuamente beneficiosos, para pasar a estar fundamentada en relaciones unilaterales de parasitismo”.

Por otra parte, los propios defensores de la renta básica reconocen que para que fuera viable habría que restringir la inmigración. Van Parijs detecta ahí un “cruel conflicto” entre la solidaridad con los que llaman a nuestras puertas y la debida a los más vulnerables de la población nacional. Por eso advierte que la renta básica solo podrá serlo de forma efectiva si se impide la entrada de los potenciales beneficiarios netos extranjeros. Otra posibilidad sería reservarla a los nacionales, pero esto sería injusto con los inmigrantes que tendrían que pagar impuestos sin gozar de este beneficio.

Por el momento, la renta básica se mueve en el terreno del ideal. En tiempos de bonanza económica podría parecer más factible. Pero en una época de crecimiento débil, de déficit fiscal y de envejecimiento de la población, cualquier iniciativa que aumente el gasto y desestimule el trabajo se ve con sospecha.


Notas:
(1) Philippe Van Parijs y Yannick Vanderborght. La renta básica. Ariel, Barcelona (2015). 171 págs.
(2) Juan Ramón Rallo. Contra la renta básica, Deusto, Barcelona (2015). 474 págs.

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