La mejor ayuda al desarrollo es la cultura

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El testimonio de Piero Gheddo, misionero y periodista
Roma. Desde hace más de cuarenta años, el padre Piero Gheddo -del Instituto Pontificio para las Misiones Extranjeras, de Milán- viaja por el mundo para conocer de primera mano, y dar a conocer, la labor que los misioneros realizan en las zonas más pobres y conflictivas de los cinco continentes. Fruto de ese trabajo periodístico son decenas de libros y millares de artículos. Su conocimiento sobre el terreno le permite romper tópicos y denunciar -sin polémicas- algunos prejuicios ideológicos presentes cuando se habla del Tercer Mundo.

En esta entrevista, el padre Gheddo responde a cuestiones relacionadas con la cooperación al desarrollo y con la información que los medios occidentales ofrecen de los conflictos del Sur del mundo. Su relato está salpicado de ejemplos, que en muchos casos ha sido necesario resumir. Y es que, al igual que otros grandes reporteros como Kapuscinski, está convencido de que para conocer a fondo la realidad de los lugares el mejor modo no es entrevistarse con el primer ministro.

Movilizar las culturas estáticas

— Hoy, como nunca, los temas de cooperación internacional, de ayuda al desarrollo, etc. son una constante en la opinión pública. Sin embargo, la impresión es que los frutos no parecen responder en la misma medida.

— Después de tantos años de periodismo en el Sur del mundo, estoy convencido de que no comprendemos a los pueblos pobres: los juzgamos siempre a partir de cómo son las relaciones con nosotros: comercio, política internacional, materias primas, turismo, etc., pero se nos escapa la verdadera vida. No será posible entrar en comunicación y en comunión con pueblos tan diversos, si no se presta más atención a su vida interna, cultural, social, religiosa. Si en los últimos cuarenta años se ha errado mucho en este campo, es porque falta una «cultura del desarrollo» fundada en el conocimiento de los pueblos, en la claridad de los objetivos y de los medios para alcanzarlos.

— ¿Y cuál debería ser, según su experiencia, el punto de partida?

— En mi primer viaje a la India, en 1964, caí en la cuenta de que el desarrollo de un pueblo nace de dentro, de una revolución cultural que movilice las culturas estáticas que no disponen de estímulos interiores para crear un mundo mejor. El budismo, por ejemplo, no justifica ni la democracia ni la justicia social ni ninguna otra idea nueva. Todo está bien como está, no hay que cambiar nada porque, según la ley del «karma», cada uno tiene lo que le conviene para su vida. El que es «paria», paciencia, ya renacerá «brahmán» en la vida siguiente…

El desarrollo procede de las ideas nuevas que trae el Evangelio: la dignidad del hombre, la igualdad de todos los hombres, hijos del mismo Padre, los derechos humanos, la justicia social, el respeto por la mujer y los niños, el bien público, la importancia del trabajo para mantener la familia… He escuchado infinidad de veces en países musulmanes, asiáticos y africanos en general, que el concepto de empeño en el trabajo lo ha llevado el cristianismo: para la tradición local, la aspiración es poder vivir sin trabajar.

El Evangelio, motor de progreso

— Al plantear la cooperación al desarrollo, por tanto, ¿se debería tener más en cuenta la experiencia de los misioneros?

— Cuando se discute sobre cómo ser solidarios con el Sur del mundo, se habla de las ayudas económicas, de la reducción de la deuda externa, del precio de las materias primas, etc., pero no se recuerda nunca la experiencia de los misioneros. Lo que resulta absurdo, pues han sido los primeros en interesarse de los pobres: antes de que existiera la ONU, las campañas de la FAO contra el hambre en el mundo, los No Global… Precisamente anunciando el Evangelio, los misioneros producen desarrollo allí donde muchos gobiernos e instituciones han fracasado.

El testimonio de los misioneros que viven muchos años con los pueblos pobres confirma estas dos verdades: primero, que lo que quieren del misionero, de la Iglesia, es el anuncio de la verdad que salva; segundo, que el mismo Evangelio, la conversión a Cristo, se transforma en motor de desarrollo. Me decía un misionero: cuando una aldea se convierte a Cristo, permanece pobre como antes, pero adquiere una nueva dignidad, una nueva cohesión, unas ganas de trabajar por la justicia y el desarrollo que antes no tenía.

— ¿Cómo se explica que el misionero sea, por así decir, el mejor «agente de desarrollo»?

— Precisamente por su fe en Cristo, que le da motivaciones profundas y sobrenaturales para hacer lo que hace: vivir con los pueblos más pobres y marginados durante toda la vida, sin ninguna esperanza de beneficio o de carrera. Una gratuidad total. Y dispuesto a perder la vida, incluso de modo violento, si fuera necesario. En los últimos decenios, se calcula que cada mes son asesinados una media de dos o tres misioneros.

Naturalmente, no se trata de mitificar la labor del misionero. Pero cuentan con un espíritu, con un estilo de presencia, que los hacen ejemplares para una auténtica cooperación al desarrollo. El misionero que vive toda la vida junto a un pueblo pobre, que aprende la lengua y las costumbres, y se adapta a las difíciles condiciones del lugar, está en la mejor situación para estimular desde dentro el desarrollo.

Hay que tener en cuenta otro factor esencial: si el desarrollo es sobre todo fruto de la educación, hay que añadir que el punto más profundo de un pueblo pobre es el sentimiento religioso. La experiencia fundamental de los misioneros, en cualquier parte del mundo, es que la vida de los pueblos está impregnada de sacralidad, todo se refiere a Dios o a la divinidad misteriosa que gobierna el mundo. Nuestros «técnicos del desarrollo», que prescinden de toda referencia a Dios, pueden construir un pantano, un pozo, una industria y entregarla «llave en mano», pero no educan, y por lo tanto no crean desarrollo. África es un cementerio de industrias que no han funcionado, y no sólo por falta de conocimientos -mantenimiento, etc.-, sino porque se ven como un cuerpo extraño.

Las lagunas de los «No Global»

— En los últimos años han nacido diversos movimientos (No Global, New Global) que parecen una reacción contra un cierto modo de entender las relaciones entre Norte y Sur…

— Hace tiempo, pregunté a un misionero que llevaba treinta años en Tanzania, cuáles eran las causas del subdesarrollo africano. Me dio cuatro: la ignorancia, por la falta de escuelas; el fatalismo, causado por las religiones tradicionales; la corrupción de los gobiernos y el poder de los militares, responsables de los frecuentes golpes de Estado. Muchos de estos países dan el treinta por ciento del dinero a los militares y el dos por ciento a la educación, y todavía menos a la sanidad.

Los No Global no protestan contra estas raíces locales del subdesarrollo. Protestan sólo contra occidente, que tiene culpas históricas y actuales, pero que no es ciertamente la causa radical. Los campesinos de mi región producen setenta y cinco quintales de arroz por hectárea; en la agricultura africana la media es de cuatro a cinco quintales. Nuestras vacas dan de veinticinco a treinta litros de leche al día; la vaca africana da un litro al día, cuando tiene el ternero… ¿La culpa de este abismo es de occidente? Pienso que es más bien falta de instrucción y de educación. Cuando cito estos datos, me responden: el responsable es el colonialismo, que no ha educado. Es cierto. Pero, ¿qué ha ocurrido en estos últimos cuarenta años de independencia? Temo que en muchos casos se ha ido hacia atrás.

Los No Global no protestan contra las dictaduras y la ausencia de libertad en los países pobres, la tortura habitual en las cárceles, la tremenda corrupción de muchos gobiernos, el predominio de los militares, las costumbres inhumanas que habría que cambiar (inferioridad de la mujer, poligamia, penas sangrientas, etc.).

Dos mil años, de un salto

— Un slogan frecuente es que «el veinte por ciento de la población mundial se ha apoderado del ochenta por ciento de las riquezas».

— Creo que no se puede ayudar a los pobres contando mentiras. Es necesario decir: el veinte por ciento de la población mundial produce el ochenta por ciento de las riquezas. Y las produce porque venimos de dos mil años de historia en los que es patente la influencia de la Palabra de Dios. Muchos pueblos pobres han salido de la prehistoria hace poco más de un siglo.

Cuando se habla de las poblaciones técnicamente subdesarrolladas, no se reflexiona suficientemente sobre la realidad de que la aceptación de lo que llamamos «progreso» no es un hecho pacífico. Incluso los instrumentos más simples como el arado de hierro, los fertilizantes, la bomba para el agua… requieren un cambio de mentalidad, de visión del mundo. Para nosotros occidentales, este cambio ha madurado durante siglos. Los pueblos pobres se ven obligados a dar ese salto en el espacio de una o dos generaciones. No se pueden imponer novedades que alteran el universo cultural y religioso de un pueblo. Pero, al mismo tiempo, los pueblos desean gozar del bienestar, de los derechos humanos que ven en otros más avanzados.

Conflictos olvidados

— Pasando ahora a otro aspecto, los países del Sur del mundo son en ocasiones escenarios de guerras y conflictos «olvidados», de los que nadie se acuerda.

— En la actualidad, se combaten en el mundo unas treinta guerras. Es decir, casi un quinto de los países que integran la ONU están en guerra. Pero los medios de comunicación occidentales sólo se ocupan de aquellas en las que están implicados Estados Unidos y Europa. Las demás, no existen; o existen sólo cuando se ven afectados personas o intereses de los países que controlan los flujos de la información.

Al mismo tiempo, es muy positivo que en todos los pueblos haya madurado, especialmente en los últimos años, una aspiración común a la paz. Hemos alcanzado cierta unidad en la condena de todas las guerras. Hace veinte o treinta años no era así: muchos exaltaban a los «libertadores» de Vietnam y Camboya, y aprobaban las «guerras de liberación» africanas, asiáticas y latinoamericanas. Che Guevara, que quería «encender diez, cien Vietnam en América Latina», se convertía incluso en un héroe positivo, un mito de la liberación.

La lente ideológica en la información

— Usted conoció de primera mano la situación de Vietnam y Camboya durante aquellos años, y lo que dijo le causó no pocos problemas.

— En Vietnam estuve por primera vez en otoño de 1967. Durante el Vaticano II hice amistad con varios obispos vietnamitas y, en especial, con el arzobispo de Saigón, Mons. Nguyen Van Binh. Ellos me invitaron a su país para visitar las comunidades cristianas. La idea era difundir luego en Europa cómo veían la situación los católicos vietnamitas.

Al poco tiempo de llegar hice un descubrimiento que iba contra corriente con respecto a lo que decía la prensa italiana e internacional. La gente común, especialmente en las comunidades católicas y budistas que visitaba, no quería ser liberada por los llamados «libertadores», es decir, los comunistas que venían de Vietnam del Norte y los guerrilleros del Sur, que eran sus aliados. Y no sólo eso; en la zonas «liberadas», que visité como sacerdote (ayudado por otros sacerdotes y por bonzos budistas), me encontré con que la gente huía arriesgando la vida. Relataban las condiciones de vida que imponían los vietcong y vietminh: eliminación física de los opositores, persecución religiosa contra cristianos y budistas, régimen policiaco sofocante, pérdida de la libertad. Comencé a escribir artículos en el diario católico L’Italia (que desde 1969 se llama Avvenire), que se publicaron en primera página. Pero lo más llamativo es que suscitaron reacciones violentas y amenazadoras contra mi persona.

— Pero, ¿los enviados de los demás periódicos no describían lo que estaba ocurriendo?

— He llegado a la convicción de que algunas guerras lejanas se ven con una lente ideológica, que deja de lado los hechos. En aquel caso, invité a los corresponsales italianos a que me acompañaran. Pero pocos se mostraron dispuestos a comprobar sobre el terreno si lo que decía era verdad. En general, permanecían en Saigón y escribían sobre lo que ocurría en la capital; como mucho seguían la guerra en aviones y helicópteros norteamericanos. Así que de vuelta en Italia, en efecto, no me faltaron problemas: sencillamente, pocos creían lo que decían. Rechazaban incluso discutir: los vietnamitas de Ho Chi Minh eran los «libertadores».

— También los Jmer rojos de Camboya se veían como liberadores…

— En aquel caso tuve incluso dificultades para publicar mis crónicas en la prensa católica. El director de Avvenire, un buen amigo, me dijo: «Gheddo, yo creo lo que escribes porque has estado allí, pero los lectores no te creerán y se armará jaleo». Me propuso escribir «cartas al director», porque esta fórmula comprometía menos al diario. Así lo hicimos. Al cabo de tres años, una vez que los vietnamitas invadieron Camboya, los «Jmer Rojos» fueron definidos por buena parte de la prensa como «nazis peores que Hitler». Pero nadie admitió que se había equivocado antes.

Cuando en 1975 escribí el primer libro en Italia sobre el genocidio de los «Jmer Rojos», con abundante documentación de primera mano (entrevistas a prófugos, grabaciones de la radio de los «Jmer Rojos», etc.), varias editoriales, incluidas dos católicas, se negaron a publicarlo. Recuerdo que L’Unità, entonces diario del Partido Comunista Italiano, me etiquetó como «misionero financiado por la CIA».

Superar el «tercermundismo»

— Esos estereotipos, hoy en buena medida trasnochados, ¿han sido sustituidos por otros?

— La prensa del mundo libre lee con frecuencia la realidad de los hechos a través de una lente que hoy llamaría «tercermundismo». Durante muchos años, el prejuicio anti-occidental y filo-socialista ha llevado a la información a usar dos pesos y dos medidas. Resaltaba las guerras y las dictaduras en las que estaba implicado occidente y silenciaba, o sobrevolaba, los atropellos en los países donde imperaba el socialismo real.

Recuerdo que en la segunda mitad de los años setenta sabíamos todo sobre la represión de Pinochet en Chile (doce mil muertos, según las peores estadísticas), pero se ignoraba el genocidio de los Jmer Rojos en Camboya, con casi dos millones de muertos. La prensa internacional dedicaba amplias páginas a las represiones de los regímenes filo-occidentales de Nicaragua y El Salvador, pero callaba sobre las operaciones militares y el genocidio llevado a cabo por el ejército chino en el Tíbet (algo de lo que sí se hablaba, sin embargo, en la prensa de la India).

Hoy existe en la información internacional un fuerte prejuicio anti-occidental: Occidente considerado como la raíz de todos los males. Las culpas del Occidente cristiano se exageran. Basta pensar en el slogan: «somos ricos porque ellos son pobres», o viceversa.

— ¿Qué más pediría a los medios de comunicación a la hora de abordar temas relacionados con el Sur del mundo?

— En nuestros países libres es necesaria una información más atenta a los derechos humanos, a la paz y a la libertad de los pueblos. Con frecuencia, la información está atenta sólo a los intereses económicos. Cuando leo en los diarios económicos abundantes páginas que invitan a invertir en China, noto con sorpresa que no se dice nada sobre la miserable situación de los trabajadores chinos, sobre la falta de seguridad en el trabajo.

Hace un par de años estuve en Guangzhou y me enteré de que había allí por lo menos cien empresas italianas. Mi impresión fue que en todas ellas estaba totalmente ausente la preocupación por influir en la libertad del pueblo, por contribuir a una mayor justicia social. Es verdad que ante un régimen totalitario se puede hacer poco, pero no se puede seguir firmando tranquilamente contratos con países que no respetan los derechos del hombre y de la mujer. También la economía debe moralizarse y ser instrumento de paz entre los pueblos.

En el panorama mundial sobre las guerras y también sobre la violación de los derechos humanos (que a veces no son menos graves que una guerra, sobre todo cuando se prolongan durante decenios), nos podemos preguntar: ¿quién cuenta los gulag de Corea del Norte? Están muriendo muchos más niños que en Irak, pero nadie habla. ¿Quién se conmueve por los muertos de hambre en Zimbabue, país que tan sólo hace veinte años era el granero de África del Sur? ¿Quién visita hoy Somalia y denuncia que está volviendo a una época pre-colonial, dividida en clanes armados, sin vestigio de Estado?

Diego Contreras

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