Las patentes, un buen invento

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La cuestión de las patentes se ha convertido en uno de los puntos de debate en las relaciones entre países industrializados y países en vías de desarrollo. Para algunos, el problema es que este sistema favorece a los poderosos, ya que los países occidentales inventan casi todo. También se acusa a las multinacionales de que, a través de patentes, se están apropiando de conocimientos tradicionales tanto en medicina como en semillas. Pero, de hecho, nadie ha propuesto un sistema mejor para proteger y difundir las innovaciones tecnológicas.
El término propiedad intelectual es contradictorio. Las creaciones intelectuales, por su propia naturaleza, tienden a ser expresadas, compartidas, difundidas. Y en el momento en que salen de la mente del científico, del literato, del inventor, del artista y se comparten con otros, dejan de ser propiedad privada de uno para ser propiedad también de otros.

Por tanto, las leyes de propiedad intelectual no defienden la propiedad privada de las ideas, sino el derecho de los creadores a recuperar las inversiones realizadas para producirlas. De igual forma, las patentes tampoco protegen la idea del inventor, sino su derecho a explotar en exclusiva, temporalmente, un invento, también para poder recuperar la inversión realizada. Por eso el término de propiedad industrial es menos equívoco. Por tanto, al contrario de lo que se piensa comúnmente, la finalidad de las patentes es proteger el derecho sobre una inversión económica, no estimular la innovación tecnológica; como tampoco la finalidad de las leyes de propiedad intelectual es estimular la creatividad artística ¿Quién puede pensar seriamente que el impulso creativo de los poetas puede ser jurídico?

Patentes o secreto

Recientemente el International Herald Tribune (1-X-2003) se hacía eco de una investigación de Petra Moser, una profesora ayudante de la Sloan School of Management, la escuela de negocios del Massachusetts Institute of Technology (MIT). Su tesis doctoral (1), que acaba de recibir el premio anual de la Asociación norteamericana de Historia Económica, es un estudio de las innovaciones presentadas en dos emblemáticas exposiciones universales del siglo XIX: la Exposición del Crystal Palace de Londres (1851) y la Exposición del Centenario de la Independencia norteamericana realizada en Filadelfia (1876). El número total de innovaciones recogidas y clasificadas por Petra Moser, que abarcaban casi todos los sectores económicos, ha sido la impresionante cifra de 32.952.

La pregunta fundamental que Petra Moser se plantea es: ¿por qué unos inventores protegían legalmente sus inventos y otros no, cuando tradicionalmente se ha considerado que la patente es una garantía de seguridad para el inventor y, por tanto, un estímulo para la innovación? Curiosamente, entre los países que más innovaciones presentaron estaban Suiza, Dinamarca y Holanda, que en las fechas de ambas exposiciones no disponían de ley de patentes (2). Moser demuestra que en estos países se recurrió más que en otros a la otra forma tradicional de proteger la invención: el secreto.

Los resultados de este trabajo indican que los inventores de los países occidentales en el siglo XIX utilizaron alternativamente las patentes o el secreto para proteger sus hallazgos, dependiendo de la garantía que les daba uno u otro sistema en función del tipo de invento. En ningún momento se demuestra ni se afirma que las patentes impidieran la innovación.

La utopía del comunismo tecnológico

Moser explica que una de las ventajas de no disponer de leyes de patentes es que esto permite a los países copiar y explotar libremente cualquier tecnología patentada en el exterior: «Para Dinamarca, Suiza y los Países Bajos, los beneficios de no tener leyes de patentes (particularmente la capacidad de copiar legalmente inventos extranjeros) parecen haber neutralizado los efectos negativos sobre los incentivos a la innovación interna» (3). De esta frase parece desprenderse que una de las razones que explican por qué a los países sin leyes de patentes les puede compensar no adoptarlas es la posibilidad del uso gratuito de tecnología ajena. Pero este uso estaría, como poco, en el límite de lo moralmente lícito. Si tenemos en cuenta el derecho del inventor a cobrar no por su idea sino por la inversión realizada para llegar a ella, el sistema de la copia libre podría considerarse un robo.

Se podría esgrimir en contra de esto que cualquier país puede considerar injusto el sistema de patentes, lo cual justificaría la copia y uso indiscriminado de toda la tecnología patentada en cualquier parte del mundo. Pero esto es una falacia, pues estos países pueden conocer la existencia de esa tecnología gracias precisamente a que el sistema de patentes obliga al inventor a hacerla pública.

Los adversarios de las patentes cometen el error de considerar que en un país sin patentes toda la tecnología generada por cualquiera estaría libremente a disposición de todo el mundo. Así la difusión de la tecnología sería máxima y también, por tanto, los efectos sociales de la invención. Esta idea se podría calificar como la «utopía del comunismo tecnológico». Una idea muy bonita, pero irreal, porque la alternativa natural de las patentes no es la difusión libre de los inventos, sino el secreto. Es decir, en ausencia de patentes, los inventores tratarían de mantener en secreto sus innovaciones para conseguir amortizar su inversión.

Los perjuicios del secreto

Los perjuicios del secreto para el mercado y la sociedad pueden ser mucho mayores que los acarreados por las leyes de patentes, ya que el secreto conduce al monopolio indefinido tanto de la idea como de la producción, mientras que las patentes por definición son monopolios temporales de la producción, pero no de la idea, que pasa a ser pública desde que se registra. En realidad, en ausencia de patentes los inventos cuyo secreto no queda desvelado al vender el producto en el mercado tenderían a monopolizarse durante el mayor tiempo posible; mientras que aquellos cuyo secreto queda desvelado al comercializarse no podrían monopolizarse: su producción se podría extender rápidamente entre muchos fabricantes.

¡Muy bien, pues que funcione la libre competencia!, dirán algunos opositores a las patentes. Pero en esta situación los inventores no tendrán fácil rentabilizar su inversión, pues, al contrario que los imitadores, ellos tienen que amortizar un coste fijo. Es decir, la ausencia de patentes desincentivará fuertemente la innovación en este tipo de sectores. Al margen de que los problemas de piratería y espionaje industrial se multiplicarían, habría que preguntarse quién saldría peor parado en un mundo sin patentes. Lo más probable es que fueran los países menos desarrollados, ya que en ese mundo la competencia sería feroz y muy pocos los incentivos a transferir la tecnología, por lo que los más débiles lo tendrían especialmente difícil.

Patentes y países en vías de desarrollo

Otros opositores a las leyes de patentes mantienen que el problema está en que Occidente ha ideado este sistema y lo ha impuesto en el ámbito internacional, de tal forma que no hay alternativa posible: o lo adoptas, o te quedas fuera del mundo de la tecnología y, por tanto, de la economía internacional. Es un argumento muy extendido entre algunos movimientos de moda como los antiglobalizadores.

Para ellos el problema no está en el sistema de patentes como tal, sino en que este sistema favorece a los poderosos y perjudica a los países menos desarrollados. Un argumento habitual es el que dice que la capacidad de innovar de los países occidentales es tan grande, que son los que inventan casi todo. Su poder económico les permite patentar en todos los países, por lo que bloquean la innovación en los menos desarrollados. Lo primero es indiscutible, aunque también lo es el hecho de que el club de países desarrollados e innovadores ha ido aumentando en los últimos años gracias a que algunos países antes subdesarrollados -como varios del sudeste asiático- han sido capaces de incrementar sus tasas de innovación.

Es cierto que al patentar, muchas empresas lo hacen con la intención de monopolizar la explotación de su invento. Esto podría considerarse perjudicial para la innovación en los países menos desarrollados. Pero no hay que olvidar que la protección de la patente es temporal, por lo que, pasado el tiempo prescrito, la tecnología puede ser utilizada por cualquiera. Sin patentes, una multinacional podría guardar el secreto indefinidamente. Es cierto que en este caso los residentes en el país podrían intentar copiar la tecnología. Pero, en las tecnologías más avanzadas, los países menos desarrollados están a años luz de alcanzar la capacidad tecnológica que les permita copiar y producir la tecnología occidental. Quizá el esfuerzo de recursos y de tiempo que eso les supondría sería mucho más costoso que el aprendizaje a través del documento de la patente.

Quizá se podría discutir la posibilidad de reformar las leyes de patentes, para que en los países en vías de desarrollo el monopolio temporal fuera inferior, de tal forma que se pudieran beneficiar antes de la libertad de fabricación. Sin embargo, esto obligaría a discriminar, seguramente, entre inventores locales y extranjeros e incluso entre tipos de tecnología.

La beneficiosa transferencia de tecnología

Pero también hay que tener en cuenta que las multinacionales no siempre patentan para monopolizar la explotación del invento, sino que en muchos casos es una estrategia para hacer negocio a través de la venta de licencias a productores locales. Los contratos de licencia implican además una transferencia efectiva a través de la formación de técnicos locales y de la transmisión de un know how adquirido por la experiencia. Es cierto que estos contratos de licencia no se suelen hacer con las tecnologías más avanzadas de las empresas. Sin embargo, para los países en desarrollo sí pueden ser tecnologías avanzadas, por lo que se trata de una transferencia importante para ellos.

Para la España subdesarrollada de las décadas de 1950 y 1960, los contratos de licencia firmados con compañías extranjeras fueron una de las claves de su desarrollo. Estos contratos transfirieron tecnología un poco desfasada, pero la formación y los conocimientos que aportaron eran muy superiores a los que existían en España.

El problema de la innovación en estos países no son las leyes de patentes, ni las multinacionales, ni el capitalismo salvaje. Su problema es cultural, educativo y, sobre todo, temporal: pretendemos que alcancen instantáneamente el desarrollo económico y tecnológico de Occidente, cuando a los países más desarrollados alcanzar ese nivel les ha costado siglos.

El argumento que emplea Moser para justificar la posible utilidad de la supresión de las patentes en estos países se apoya en el ejemplo de tres países en el siglo XIX, que ya entonces se encontraban entre los más desarrollados del mundo: Suiza, Dinamarca y Holanda, sin ley de patentes y con altas tasas de invención. Pero la razón no era la ausencia de patentes, sino que llevaban siglos invirtiendo en educación y en tecnología. Además, los tres acabaron adoptando el sistema de patentes.

También los pequeños inventan

No hay ningún país significativo que se cuestione la necesidad de una ley de patentes. El tratado internacional más importante en materia de patentes es el Patent Cooperation Treaty (PCT), que fue firmado en Washington en 1970 por unos pocos países. En la actualidad ya lo han firmado 123, la mayoría en vías de desarrollo. Además de las Oficinas Europea, Japonesa y Norteamericana de Patentes, que son las más poderosas, existe una Organización Regional Africana de la Propiedad Industrial y una Oficina Euroasiática de Patentes ¿Es que todos se mueven por la presión de los países poderosos? No hay nada más que recordar la última cumbre de la OMC en Cancún para saber que los países menos desarrollados no son meros títeres de Occidente.

A estos países les interesan las leyes de patentes. Su participación en el total de patentes mundiales es pequeña, pero está creciendo a buen ritmo. En la primera mitad de 2003, las solicitudes de patentes realizadas a través del PCT de los 24 países en desarrollo más dinámicos fueron 2.657, casi un 5 por 100 del total.

¿Se equivocan al optar por el sistema de patentes? Quizá más que en la supresión se puede pensar en la reforma de las leyes de patentes para facilitar la innovación en estos países. Hagámoslas menos fuertes, como dice Moser, y favorezcamos especialmente a los inventores autóctonos. Pero en cualquier caso habrán de pasar décadas hasta que empiecen a tener altas tasas de innovación.

El sistema de patentes ha sido y sigue siendo muy polémico. Pero habría que preguntarse por qué se ha expandido de manera tan notable. ¿No será, quizá, porque ha demostrado ser en la práctica el mejor sistema para proteger y difundir las innovaciones tecnológicas, a pesar de sus inconvenientes?

Patentar conocimientos tradicionales

Recientemente, Vandana Shiva, una conocida ecologista india, y activista del movimiento antiglobalización, ha escrito un libro titulado ¿Proteger o expoliar? (4), que aborda la controvertida cuestión de las patentes biotecnológicas. Según esta autora, las multinacionales, a través de las patentes, se están apropiando de conocimientos tradicionales de países en vías de desarrollo tanto en medicina como en algunos tipos de semillas. Al tratarse de conocimientos tradicionales, ni estaban patentados ni eran conocidos por la ciencia occidental. Pero las multinacionales han descubierto la utilidad de estos conocimientos y están patentándolos como si fueran propios. Shiva califica esta actividad de «biopiratería».

Sin duda es esta una actividad inmoral. Pero hay que saber que, de hecho, las leyes de patentes no permiten patentar estos conocimientos, pues las patentes, por definición, protegen sólo los inventos novedosos. Sería absurdo que alguien intentara patentar la imprenta, por mucho que no se haya patentado nunca. Tampoco se podrían patentar productos como el vino o las variedades de uva tradicionales. Si esto no se puede hacer con los conocimientos tradicionales occidentales, ¿cómo se va a poder hacer con los de otros países?

De todas formas, habría que estudiar caso por caso las denuncias de Shiva. Quizás algunas de las patentes de que habla sean mejoras sobre semillas o medicinas tradicionales. En este caso, sí sería lícito patentar, pues las mejoras suponen en realidad nuevos productos y son resultado de inversiones propias en I+D. No olvidemos que la mayor parte de los inventos se han basado en conocimientos tradicionales o anteriores, que han sido mejorados.

Estos inventos, además, no bloquean la fabricación ni el uso de los conocimientos tradicionales o técnicas ya existentes. Es cierto que, debido a su mayor calidad o productividad, pueden hacer desaparecer del mercado productos anteriores y, por tanto, poner en una difícil situación a los fabricantes tradicionales. Quizá es esto lo que está pasando en algunos de los casos que denuncia Shiva. Pero este problema es tan antiguo como el hombre. Los nuevos inventos siempre perjudican a alguien. También los artesanos textiles se vieron perjudicados por las nuevas máquinas inventadas en la revolución industrial; y los carreteros por el invento de la locomotora. Sin quitar valor a estos dramas, ¿quién se atrevería a decir que la locomotora perjudicó al sector del transporte? No podemos olvidar, además, que los puestos de trabajo que destruyen las innovaciones, suelen ser muchos menos de los que crean.

Los acuerdos internacionales de patentes se han creado y se han ido perfeccionando, entre otras cosas, para luchar contra prácticas como las que denuncia Shiva. El último de estos acuerdos es el que se llevó a cabo en el seno de la Organización Mundial del Comercio (OMC): el «Acuerdo sobre Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio», conocido como el TRIPS Agreement. Como su nombre indica, recoge el compromiso de los países firmantes de proteger en su territorio los derechos de propiedad intelectual de los comerciantes del resto de los países. Pretende evitar, por tanto, la apropiación indebida de los derechos de propiedad intelectual de los extranjeros, a veces no protegidos adecuadamente por las leyes nacionales.

Además, el acuerdo impone restricciones importantes a las patentes sobre productos biotecnológicos; concede poder a los gobiernos para «anular» patentes de productos farmacéuticos en países donde pueda ser necesario en casos puntuales; crea un sistema de licencias obligatorias para aquellas compañías que no produzcan o distribuyan adecuadamente sus productos; impone también medidas para evitar el uso fraudulento de las patentes para crear monopolios artificiales, etcétera. En fin, se trata de un acuerdo para poner orden en el uso internacional de la propiedad industrial, pero también para evitar abusos y favorecer en buena medida a los países menos desarrollados. En esta línea, el 30 de agosto pasado se acordó una reforma del TRIPS para permitir a los países en desarrollo la importación de medicamentos genéricos fabricados en otros países bajo licencia obligatoria (ver servicio 124/03).

José María Ortiz-VillajosJosé María Ortiz-Villajos (jmortizv@ccee.ucm.es) es profesor de Historia Económica en la Universidad Complutense de Madrid. Autor del libro: Tecnología y desarrollo económico en la historia contemporánea, Madrid, Oficina Española de Patentes y Marcas (1999)._________________(1) Todavía sin publicar, aunque un extracto acaba de ser editado por el National Bureau of Economic Research: Petra Moser: How do Patent Laws Influence Innovation? Evidence from Nineteenth-Century World Fairs, Working Paper 9909, NBER, Cambridge, Massachusetts (2003), 54 págs.(2) Holanda sí tenía ley de patentes en 1851, pero fue abolida en 1869 por la presión del movimiento a favor del libre comercio.(3) Petra Moser, op. cit., pp. 24-25 (traduzco).(4) Vandana Shiva: ¿Proteger o expoliar?: los derechos de propiedad intelectual, Intermon/Oxfam, Barcelona (2003), 142 págs. 15 €.

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