Esa molesta recriminación ética

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Lo que irrita a los que quieren justificar la nueva ortodoxia es la recriminación ética que supone la objeción de conciencia. Margaret Somerville, directora del Centre for Medicine, Ethics and Law de McGill University, detecta esta actitud en el rechazo a la objeción de conciencia por parte de los defensores del suicidio asistido en Canadá.

Anular tal objeción –dice– supondría “primero, establecer y afirmar que el suicidio asistido y sus valores ‘progresistas’ se han convertido en las normas sociales que regulan cómo morimos, y, segundo, que el suicidio asistido es una aceptable excepción a la preservación del respeto a la vida en la sociedad” (cfr. MercatorNet, 12-04-2016).

De ahí también la pretensión de forzar a los médicos objetores a remitir al paciente a otros médicos. Sería “un modo de convertirlos en cómplices y de diluir el impacto de esas objeciones”, advierte Somerville.

La imposición de unos nuevos valores exige también quebrar la resistencia de instituciones (sanitarias, educativas, asistenciales…) que quieren prestar sus servicios conforme a su propio ideario. En estos casos, se dice que por el hecho de recibir subvenciones públicas no pueden excluir prácticas que son legales aunque tengan reparos éticos. Este es el criterio que ha llevado a retirar la licencia como agencias de adopción a instituciones que no aceptan dar niños a parejas homosexuales, a exigir que en escuelas cristianas se den cursos de educación sexual contrarios a los deseos de las familias, o a condicionar el concierto de una clínica con el Estado a que se realicen determinadas prácticas.

Esto sería una intromisión del Estado en la libertad religiosa de los ciudadanos. Como comentaba el cardenal George Pell en una conferencia sobre la libertad religiosa, “este derecho implica ser libre de proporcionar servicios de forma coherente con los principios de una institución. Ni el gobierno ni nadie tiene derecho a decirles: ‘nos gusta vuestro trabajo con mujeres necesitadas, pero necesitamos que también les ofrezcáis abortar’, o ‘vuestros colegios son buenos, pero no podemos permitir que enseñéis que el matrimonio entre hombre y mujer es mejor o más verdadero que otras manifestaciones de amor y sexualidad’. Nuestras instituciones están abiertas a todo el mundo, sin ningún tipo de discriminación, pero ofrecen unas enseñanzas y servicios de acuerdo con su identidad”.

Un derecho fundamental

En EE.UU., la pretensión de la Administración Obama de imponer a los empleadores con motivo de la reforma sanitaria la financiación de anticonceptivos, la píldora del día después y la esterilización, ha dado lugar a diversos casos que han llegado hasta el Tribunal Supremo. Así, en 2014 el Tribunal Supremo decidió (en los casos de las empresas Hobby Lobby y Conestoga), que las empresas familiares pueden objetar frente a este “mandato anticonceptivo”, por imponer una carga excesiva al libre ejercicio de la religión (cfr. Aceprensa 3-07-2014). Y, en mayo de este año, ante la misma objeción por parte de las Hermanitas de los Pobres, el Tribunal Supremo dictaminó que ambas partes buscaran un nuevo acuerdo que no obligara a las religiosas a actuar contra sus convicciones. En general, el Tribunal Supremo se inclina por buscar fórmulas que no supongan una “carga excesiva” para la libertad religiosa.

En Europa, a medida que algunas legislaciones reconocen el aborto como derecho (es el caso de España) o la eutanasia, son más fuertes las presiones para anular la objeción de conciencia. Pero a veces el tiro sale por la culata. Es lo que ocurrió en 2010, cuando la diputada británica Christine McCafferty presentó a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa una resolución para pedir que el derecho de los pacientes prevaleciera sobre la objeción de conciencia del médico.

La imposición de unos nuevos valores exige también quebrar la resistencia de instituciones que quieren prestar sus servicios conforme a su propio ideario

Tras el debate, la resolución finalmente adoptada afirma que “ningún hospital, institución o persona puede ser sometido a presiones, considerado responsable o sufrir discriminación alguna por su rechazo a realizar, acoger o asistir a un aborto o un acto de eutanasia”. El texto final del Consejo de Europa deja claro que tanto los derechos del paciente como los del profesional objetor deben quedar asegurados y para ello invita a todos los Estados miembros a que desarrollen las regulaciones correspondientes (cfr. Aceprensa 9-10-2010).

Como advierte el jurista Andrés Ollero, más que un conflicto entre moral y derecho, la objeción de conciencia refleja un conflicto entre dos pretensiones esencialmente jurídicas. Quien objeta lo hace pensando que tiene derecho a que se respeten sus convicciones, un derecho exigido por la dignidad humana. En definitiva, la “objeción de conciencia se exige en tanto que derecho humano, no se ruega como gesto de la magnanimidad del sistema” (Marta Albert, Libertad de conciencia).

La objeción como discriminación

Otro modo de descalificar la negativa de un profesional a intervenir en una práctica contraria a sus convicciones es presentarla como una discriminación. En EE.UU. esto ha dado lugar a polémicas y casos judiciales, sobre todo tras la decisión del Tribunal Supremo a favor del reconocimiento del matrimonio gay y por las pretensiones de transexuales que exigen ser tratados conforme a lo que ellos sienten.

En tales casos se dice que cuando un fotógrafo, pastelero o florista se niega a prestar sus servicios en una boda gay por razones de conciencia, no estamos ante el libre ejercicio de su actividad profesional, sino ante un acto intolerable de discriminación por motivos de orientación sexual. Algo así como si un taxista se negara a llevar a un pasajero negro.

Pero en el fondo, lo que molesta no es la negación del servicio, sino las razones de conciencia. Seguro que nadie consideraría un acto de discriminación que un restaurante vegano renunciara a servir el menú de una boda gay, que quiere ofrecer un chuletón. Para el que quiera carne, hay otros muchos restaurantes y lo lógico es que el cliente se dirija a quien estará contento de atenderle.

Pero cuando se trata de un rechazo fundado en la concepción del matrimonio, el ejercicio de la libertad de conciencia puede salir caro. Así Robert y Cynthia Gifford fueron multados con 13.000 dólares, acusados de violar la ley antidiscriminación de Nueva York por negarse a albergar en su centro de bodas un enlace entre lesbianas.

Para evitar imposiciones de este estilo, una docena de estados de predominio republicano han presentado o ya aprobado leyes que protegen la libertad de los profesionales que no quieren prestar servicios contrarios a sus convicciones. Contra estas legislaciones se ha movilizado la Administración Obama, los activistas LGTB y grandes empresas que amenazan a su vez con boicotear a estos estados.

Resulta una curiosa ironía que un movimiento que comenzó defendiendo la tolerancia y el derecho a que cada uno pudiera mostrarse y vivir conforme a su condición, pretenda ahora impedir que otros actúen y conduzcan sus negocios de acuerdo con sus ideas. 

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