Los debates de ideas necesitan más voces femeninas

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Afirmar la dualidad de lo femenino y lo masculino como dos modos de ser que expresan la riqueza de lo humano, no exime del esfuerzo por denunciar qué parte de lo que tradicionalmente se ha considerado natural en los sexos responde a una construcción cultural arbitraria. En Estados Unidos, esta cuestión se ha planteado a raíz de una pregunta que ha tocado un nervio sensible: ¿por qué hay tan pocas voces femeninas del ámbito conservador en el debate público?

Para Ashleen Menchaca-Bagnulo, profesora de ciencias políticas en la Universidad Estatal de Texas y colaboradora de Public Discourse, la respuesta tiene que ver con una falsa dicotomía arraigada en sectores conservadores: que la naturaleza de los varones les dispone mejor para la esfera pública, mientras que la de las mujeres las empuja más bien hacia la privada y familiar.

Menchaca-Bagnulo no cuestiona que existan diferencias naturales entre ambos sexos, sino que estas se presenten como “un mandato moral” para justificar un reparto de roles injusto. Y tampoco considera que el ámbito doméstico sea indigno para las mujeres, como cree cierto feminismo radical. Lo que afirma es que “lo privado y lo público son naturales a las mujeres –como lo son a los hombres– y ambas [esferas] son mejoradas por nuestra presencia”.

Para que de verdad se note la influencia de las mujeres en todos los ámbitos de la vida social, la politóloga aboga por cambiar de perspectiva: “¿Cómo sería la vida si reorganizáramos la práctica social para alejarnos de la rígida división público-privado, imitando algo más armonioso y centrado en la familia? ¿Qué pasaría si se esperara de los lugares de trabajo que respondan de manera diferente al embarazo, o a los roles de cuidado que tanto hombres como mujeres pueden desempeñar con sus familiares enfermos o sus hijos?”.

“(…) ¿Qué pasaría si el discurso y la práctica conservadora se centraran en facilitar el reingreso de los hombres y de las mujeres que se quedan en casa al cuidado de hijos pequeños, para que no haya una brecha grande entre la vida profesional y la familiar? ¿Qué pasaría si se pudiera ‘llevar a casa’ más trabajo profesional o si más espacios profesionales permitieran la presencia de niños pequeños? (…) De alguna manera, el conservadurismo está mejor situado para sugerir este tipo de cambios”.

Decisiones propias y ajenas

Luma Simms, investigadora en el Ethics and Public Policy Center y colaboradora en medios como The Wall Street Journal, National Review o Public Discourse, también se ha sumado al debate. En su opinión, la escasez de mujeres en la esfera pública responde al juego de varios factores, que resumo en dos: las propias decisiones de las mujeres, de un lado, y el desinterés de muchos varones por el talento femenino, de otro.

Señalar la escasez de voces femeninas no es un problema de igualitarismo, sino de no perderse la riqueza que aporta la mitad de la humanidad

Sobre el primer aspecto, Simms afirma que muchas mujeres conservadoras renuncian a un protagonismo mayor en la esfera pública precisamente “porque creen en el conservadurismo”: esto es, porque entienden lo beneficioso que puede resultar para su familia y para la sociedad la dedicación preferente a sus hijos, aunque eso les suponga renunciar a un trabajo remunerado durante una etapa de su vida.

Aquí se echa en falta que no tenga en cuenta el peso que tienen los factores sociales en las decisiones de las mujeres: las reglas actuales del mercado laboral, por ejemplo, no facilitan mucho la vida a las mujeres que quieren ser madres sin renunciar a su carrera profesional.

Pero lo más novedoso del artículo de Simms es la denuncia que hace del desperdicio del talento femenino en determinados ámbitos intelectuales conservadores. Aunque su experiencia personal con mentores varones ha sido positiva, le sorprende que mujeres dotadas para los debates de ideas tengan tan poco eco en disciplinas como la filosofía, la teoría política o la teología.

Reconocer el talento femenino

Lo que dice Simms sobre Estados Unidos se puede ilustrar con un ejemplo europeo. De los 13 firmantes principales de la Declaración de París, solo dos son mujeres: la filósofa francesa Chantal Delsol y la politóloga noruega Janne Haaland Matlary. Entre los firmantes principales de la versión española, la brecha es aún mayor: 0 de 19. Desconozco si se pidió la participación a más pensadoras o si hubo quienes rehusaron. Lo que sí llama la atención es la lista final de nombres, pese a que el texto sostiene que la “aspiración a la excelencia” ha inspirado “a hombres y mujeres” a lo largo de la historia europea.

Señalar esta carencia no es un problema de igualitarismo –que Simms rechaza–, sino de no perderse la riqueza que aporta la mitad de la humanidad. “Cuando las mujeres no contribuyen, el resultado es el empobrecimiento espiritual de la humanidad, como dice el Papa [san Juan Pablo II] en su Carta a las mujeres”.

Juan Pablo II era consciente de ese desequilibrio e invitó a corregirlo: “Ciertamente, es la hora de mirar con la valentía de la memoria, y reconociendo sinceramente las responsabilidades, la larga historia de la humanidad, a la que las mujeres han contribuido no menos que los hombres, y la mayor parte de las veces en condiciones bastante más adversas. Pienso, en particular, en las mujeres que han amado la cultura y el arte, y se han dedicado a ello partiendo con desventaja, excluidas a menudo de una educación igual, expuestas a la infravaloración, al desconocimiento e incluso al despojo de su aportación intelectual”.

Con este lastre histórico, sugiere Simms, sería ingenuo seguir confiando en que basta la meritocracia para equilibrar el desigual mercado de las ideas. Y aunque no habla de cuotas, sí propone a sus colegas varones que hagan un mayor esfuerzo por apoyar el talento femenino, por adaptarse a los horarios de las mujeres, por abrirles las puertas de sus publicaciones, por citar su trabajo, etc. “Queridos hermanos, os animo a releer o a leer por primera vez la Carta a las mujeres”.

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