Tres versiones rivales de la ética

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Pocas veces aparecen libros tan importantes como el último de Alasdair MacIntyre, recién traducido al español (1). Si la comunidad filosófica lo asimila, Tres versiones rivales de la ética será un poderoso revulsivo para salir del actual punto muerto en que se encuentra la investigación en moral y de la confusión sobre este tema que se percibe en la calle. Mientras que se reconocen los progresos en las ciencias naturales, en la economía y en las técnicas, en filosofía -más particularmente en moral- ni siquiera hay criterios compartidos para saber si se progresa.

Como pone de relieve Alejandro Llano en su presentación de la edición española del libro, la cultura establecida ha hecho un conveniente reparto del territorio: «Los sectores «duros», de la economía y la política, del dinero y del poder», para la ortodoxia científica, custodia de la certeza: » las regiones «blandas», del ocio y la estética, del placer y del juego, se entregan sin recato a la arbitrariedad y al narcisismo». Así, en lo que atañe al comportamiento, no parece haber otro principio incontestable que el de no «imponer la propia moral al vecino».

MacIntyre ya anticipó su diagnóstico en Tras la virtud (2): vivimos de las rentas del aristotelismo, pero sin su inspiración fundamental. Conservamos unas normas morales heredadas, que ya no sabemos justificar. En su última obra, MacIntyre ahonda más en la historia y las raíces del desconcierto.

La subvención domada

La historia viene determinada por la oposición aparente -enfrentamiento sin diálogo- entre Enciclopedia y Genealogía. La primera es la Ilustración y sus epígonos; la segunda, la corriente que viene del Nietzsche de La genealogía de la moral. La primera proclama la certeza universal como obra de la pura razón; la otra sostiene que eso no es sino máscara de la voluntad del poder.

Pero la Enciclopedia ha rebajado sus pretensiones y ha domesticado a la Genealogía. Lejos de obtener una doctrina unificada y universalmente válida, la Ilustración se ha perdido en una sucesión de sistemas divergentes. En ética tenemos el kantismo y sus derivados, el pragmatismo, el consecuencialismo, el emotivismo, la moral de situación, el hodinismo positivista… En las universidades se exponen las diversas propuestas sin que se establezca entre ellas un diálogo concluyente. Resultado: cunde el escepticismo práctico, aunque se finge creer que aún tiene sentido proponer teorías: ¿como, si no, ocupar cátedras, dar conferencias y publicar libros?

Entonces, ¿ha ganado Nietzsche? No. La radical denuncia de la Genealogía resulta, a la postre, insostenible. La negación de la verdad supone abandonar toda propuesta teórica. En efecto, el nietzscheano consecuente no admite siquiera que el lenguaje tenga significado racional: según él, quien sostiene lo contrario sólo disfraza de objetividad sus inconfesados intereses reales. Pero, entonces, tras la denuncia demoledora, no queda más que el exilio intelectual, a lo que no se han resignado los herederos de Nietzsche. Así, se ha podido ver a los desconstructivistas entrar en el mundo académico y editorial, y aceptar las lisonjas que se prodigan a los maîtres à penser.

Aprender a descubrir la verdad

Para salir del debate estéril, MacIntyre propone revisar los planteamientos de fondo. Enciclopedia y Genealogía coinciden en rechazar la Tradición. La Ilustración lo hace porque cree que sólo desprendiéndose de los prejuicios heredados -las creencias religiosas, en particular- puede la mente descubrir la verdad eterna y universal, que es independiente de todo punto de vista particular. La Genealogía, porque es antagónica de toda autoridad, a la que considera instrumento de dominación. La disyuntiva, así planteada, oculta una tercera posibilidad: la postura de la Tradición, por la que MacIntyre entiende en su libro al estilo de pensamiento que empieza en Sócrates y culmina en Tomás de Aquino.

La Tradición reconoce, en contraste con la Genealogía, la verdad universal; pero no admite, contra la Enciclopedia, que cualquiera, con sola su razón libre de creencias, pueda alcanzarla. Para conocerla, insiste, es preciso llegar a ser un cierto tipo de persona: adquirir las virtudes intelectuales y morales que nos hacen aptos para descubrirla y ponerla en práctica. Este aprendizaje requiere maestros, en cuya autoridad es preciso confiar mientras uno no posea las cualidades que le permitirán ver por sí mismo lo que los maestros enseñan.

Tradición, por tanto, no es tradicionalismo -hijo reaccionario de la Ilustración-, no es un monolito inmóvil. El fijismo es más bien defecto de la Enciclopedia, que pretende obtener conclusiones eternas, universales y objetivas mediante un razonamiento que posee desde el principio esas mismas características: de ahí la manía, desde Descartes, de partir de cero y elaborar sistemas cerrados. Para la Tradición, en cambio, la verdad eterna existe, pero es el fin nunca del todo alcanzado de una busca que tiene, necesariamente, una determinada historia. El éxito de la investigación se justifica, pues, históricamente: los progresos surgen de la crítica de los predecesores y se demuestran tales en la medida en que trascienden las limitaciones y corrigen las deficiencias de éstos.

Tomás, un espíritu fronterizo

Así ha sucedido, en efecto, MacIntyre, con una puesta en escena casi teatral, traslada al lector al ambiente de la universidad de París en el siglo XIII. El agustinismo, hasta entonces reinante, era puesto en cuestión por el redescubrimiento de Aristóteles. Una y otra corriente se combatían con energía, pero sin acabar de entenderse. Se había llegado a un callejón sin salida.

Tomás de Aquino logró sacar a la Tradición de esa vía muerta con una síntesis original. Era uno de esos raros espíritus que superan los conflictos gracias a que habitan en la frontera entre los bandos enfrentados. Se había formado en el agustinismo, pero había llegado a conocer a fondo a Aristóteles de la mano de Alberto Magno. Conocía ambas doctrinas desde dentro, y así pudo corregir y completar el agustinismo con el aristotelismo, y a éste con aquél.

La síntesis tomista, sin embargo, apenas tuvo continuadores. Su olvido, recalca MacIntyre, fue determinante en el giro que tomó la filosofía moderna, que abandonó la Tradición como si no hubiera sido salvada por Santo Tomás. De esta suerte, la ética quedó abocada a nuevas aporías.

Mirar la vida

Una de las mejores virtudes del libro de MacIntyre es que ayuda a comprender, desde la perspectiva de la Tradición, los presupuestos implícitos de la moral moderna, de los que todos hoy, en mayor o menor grado, estamos impregnados. El lector puede descubrir que existe otra manera de enfocar los problemas éticos y que muchos de éstos lo son por la manera en que los planteamos.

Por ejemplo, desde el tomismo se entiende por qué la ética moderna lleva al rigorismo y a la casuística, y se pierde en intentos fracasados de fundamentar el deber. Para la modernidad, que intenta proceder por derivación lógica a partir de principios, lo primero es la ley, y ésta crea las obligaciones.

La Tradición empieza mirando la vida, pues entiende que los primeros principios no son el punto de partida, sino que se descubren progresivamente en el curso de la investigación. Así, ahonda en la naturaleza humana, a fin de comprender, de forma cada vez más perfecta, cuál es el verdadero bien del hombre. Una vez establecido -merced a las virtudes intelectuales y morales- que tal cosa en auténticamente la bueno para uno en tales circunstancias, no es un problema por qué una está obligado a hacerla. Del bien -de la realidad-, pues, se derivan la ley y el deber, no a la inversa. La ley es, ante todo, como una información: nos dice qué es lo mejor para nosotros, y sus razones se comprueban mirando a la naturaleza humana.

En cambio, para la Enciclopedia la ley es primariamente un mandato, por lo que una y otra vez hay que preguntarse por qué hemos de obedecerla. Cuestión insoluble, puesto que, para concluir que algo es bueno, se necesita demostrar que se conforma a la ley. La modernidad, por eso, genera el problema -típico del individualismo- de conciliar el respeto a la ley con los bienes e intereses personales.

La Tradición sortea además otra dificultad moderna: el conflicto entre la ley y la felicidad. Si el deber, antes que lo mandado, es mi verdadero bien, es también mi auténtica convivencia, según mi naturaleza. De ahí la constante persuasión de la Tradición, según la cual parte importante del perfeccionamiento de la persona es aprender a disfrutar haciendo el bien. Para el hombre bueno, el fruto natural de la virtud es el gozo.

Restablecer el diálogo

«Volver al tomismo» no expresa bien la propuesta de MacIntyre. El autor señala que cuando León XIII, en la encíclica Æterni Patris (1879), instó a recuperar el pensamiento de Santo Tomás, fue mal entendido, por lo general. Aquel Papa, dice Alejandro Llano en la presentación del libro, no quería «primar una doctrina filosófica sobre otras: propugnaba una honda transformación en el modo de pensar». En lugar de eso, los neotomistas, en su mayoría, se limitaron a tomar diversas tesis de Santo Tomás como antídoto de la filosofía moderna, para responder a cuestiones planteadas por ésta.

El simple retomar doctrinas del siglo XIII no sería hacerse buenos discípulos de Santo Tomás, que fue el pensador más avanzado de su tiempo. Se trata de revivir la Tradición, para desarrollarla como hoy puede hacerse. Pero no para crear un círculo cerrado de tomistas. Alasdair MacIntyre propone abandonar el relativismo postizo del actual mundo académico, para que las escuelas filosóficas dejen de ignorarse y establezcan un diálogo en que unas sometan a prueba a las otras. Entonces, la Tradición tendrá la oportunidad de progresar y mostrar -MacIntyre está persuadido de ello- su superioridad.

Rafael Serrano


Para orientarse en las encrucijadas morales

Muchos problemas éticos de hoy se despachan con etiquetas más que con argumentos. De una determinada postura se dirá que es progresista o reaccionaria, abierta o fundamentalista…, adjetivos que bastan para sentenciarla. Frente a estos simplismos, un reciente libro del profesor de Hervard Peter Kreeft (3) tiene un objetivo básico: hacer pensar. «Clasificar cada actitud como de izquierda o de derecha equivale a una actitud cerebral de usar y tirar. Nos ahorra el esfuerzo de pensar el problema personalmente. Es más sencillo preguntar si algo es nuevo que preguntar si es verdadero».

El libro intenta proporcionar sabiduría práctica para la vida diaria. El método es práctico en el sentido de que apela a la vivencia de que la moralidad libera y la inmoralidad esclaviza. Es algo así como decir: » Hágalo y verá». Por supuesto que hay argumentaciones. Pero no se ha concebido el libro como un tratado de ética sino como un incentivo para la propia aventura moral.

Kreeft identifica el miedo a tomar posturas firmes como uno de los mayores obstáculos en el actual pensar ético. En un tiempo de hegemonía del «pensamiento débil» somos más propensos a la tibieza que a la dictadura; y, sin embargo, acabamos haciendo una dictadura de la tibieza. Con frecuencia sucede que las discusiones se plantean sobre casos límite. En las situaciones extremas las soluciones son difíciles, y tendemos a hacer esa dificultad extensiva a todos los casos, también a los que no tienen nada de límite. A veces, incluso, convertimos la dificultad en licencia para pensar que cada cual tiene su solución personal, que es tanto como decir que no hay solución.

El obstáculo del sentimentalismo

El autor comenta que en la base de tales generalizaciones hay una confusión de los distintos elementos de la ética. Hay un elemento objetivo, que la ley moral; un elemento subjetivo, que es la conciencia; y otro elemento que es tan objetivo como subjetivo: la situación, las circunstancias. Consecuentemente, existen dos fundamentos morales: la ley moral y el conocimiento de los primeros principios. Decir que la moral es subjetiva (que lo es, por la conciencia) no significa que uno pueda hacer lo que le plazca. Existe al menos un absoluto moral que es actuar en conciencia. Y es fundamental no desdeñar ese elemento subjetivo. A veces tenemos tanto miedo al subjetivismo y al relativismo que podemos caer en el extremo opuesto. Una ética que piense la ley como único criterio moral está soslayando la mitad del problema.

Un sucedáneo del conocimiento es el sentimentalismo, que entiende la afectividad como algo desvinculado del saber. Si los sentimientos son puramente irracionales, no hay razón para pensar que sean verdaderos; por eso se dice que uno no puede imponer sus valores (entendidos como sentimientos) a los demás. Es la raíz de la subjetivización de la moral, de la desaparición de los absolutos.

Uno de las presupuestos de la ética kantiana es que se feliz y ser moralmente bueno son dos tareas radicalmente distintas, aunque al final acaben coincidiendo. Kreeft argumenta que por situar tan lejos esa identificación, se ha provocado su separación de hecho. Ahí está el origen de la dialéctica actual entre el comportamiento público y el privado, entre el ideal de puritanismo de la sociedad y la falta de leyes en la actuación privada. Tal disociación es, probablemente, insostenible, pero persiste como fin deseable. Sólo se puede eliminar en la medida en que aprendamos a ser felices haciendo cosas buenas.

Perder el miedo

Ante algunos problemas, la argumentación de Kreeft se apoya sobre todo -aunque no sólo- en razones teológicas. Y es que, a su juicio, el corazón del problema de la moral es la debilidad de la voluntad. Podemos individuar la causa de nuestros males; podemos llegar a saber qué es bueno y qué malo; pero, en muchas ocasiones, carecemos de fuerzas naturales para comportarnos de acuerdo con lo que sabemos. Ante eso, hay que recurrir a lo sobrenatural. La moral es el diagnóstico, la religión es la cura.

En este terreno de la fundamentación puede surgir una duda, Kreeft parece afirmar que las cosas son buenas si Dios las quiere, o que son buenas porque están mandadas. Pero no insiste suficientemente en que eso habría que decirlo también al revés: Dios manda tales cosas porque son buenas. Es el correlato de la distinción entre ley y conciencia. Si se plantea el problema sólo en una dirección, caemos en lo que Kreeft antes había denunciado. «Siembra un pensamiento y recogerás un acto; siembra un acto y recogerás un hábito; siembra un carácter y recogerás un destino». Es la apelación a simplificar la vida; a abandonar definitivamente el culto de la apertura irreflexiva. En una palabra, a construir en serio vuestra aventura moral.

Vicente Martínez

_________________________

(1) Alasdair MacIntyre. Tres versiones rivales de la ética. Enciclopedia, Genealogía y Tradición. Rialp. Madrid (1992). 294 págs. 2.575 ptas. (Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy and Tradition, University of Notre Dame Press, 1990).
(2) Ver recensión en servicio 186/88.
(3) Peter Kreeft. Cómo tomar decisiones. Sabiduría práctica para cada día. Rialp. Madrid (1993). 228 págs. 1.850 ptas. (Making Choices. Practical Wisdom for Everyday Moral Decisions, 1990).

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