Hace cuatro años Philip Seymour Hoffman se estrenó como director. Lo hizo con la adaptación de una obra teatral de Bob Glaudini (A View from 151st Street) que él mismo había protagonizado sobre los escenarios. A España nunca llegó Jack Goes Boating, que así se llamó la cinta, y ahora Surtsey Films –esta pequeña distribuidora que tantas alegrías nos está dando últimamente– la ha recuperado. La película cuenta una melancólica historia de amor otoñal entre un maduro conductor de limusinas y una –también madura– mujer cuya existencia se encierra entre un monótono trabajo y un buen número de inseguridades.
Se trata de una cinta pequeñita, bastante convencional en cuanto a su realización –Seymour Hoffman no era ningún tonto como para ponerse en plan auteur con una peli indie– pero con algunos destellos de buen cine. Empezando, claro, por el reparto. Se nota que Hoffman está cómodo en un papel que, si no supiéramos que se trata de un guión adaptado, podríamos decir que está escrito para él, e incluso escrito por él mismo. Ver su interpretación después de su trágico final duele porque en su personaje –un ser bueno, de gran corazón y muy vulnerable, en búsqueda constante de una felicidad que parece que se le escapa– se reconocen algunos elementos autobiográficos. Se entiende que Hoffman eligiera dirigir precisamente esta película.
Al magistral actor le da la réplica una también sensacional Amy Ryan con un personaje igualmente complejo del que, como en el caso de Hoffman, no se aportan datos ni argumentos en un guión al que se le agradece que simplemente muestre y no se empeñe en explicar. No sabemos por qué los personajes son así; el hecho es que lo son. No sabemos cuáles son las causas por las que están solos; el caso es que lo están y que tienen que convivir con ello. Y desde esa evidencia se encuentran, se aceptan mutuamente y se aman. Y para eso tienen que hablar y –ellos sí– tratar de explicarse y, en cierto modo, humillarse y dejar ver sus miserias en una sociedad –la de la apariencia y la seguridad en uno mismo– donde un traspiés en tu imagen puede condenarte al ridículo, al abandono o al ostracismo.
Habrá cosas que gusten más y cosas que gusten menos en Una cita para el verano, pero la realidad es que, sin demasiadas pretensiones, con una cierta rudeza e incluso con algunas torpezas –a mi juicio, sobran algunas clases de natación y la subtrama del matrimonio en crisis me parece muy convencional–, la película habla con más veracidad de las relaciones de pareja que la gran mayoría de las historias que hemos visto últimamente.
Una película no basta para juzgar qué habría sido Hoffman como director. Tampoco hace falta. Ya sabemos el gran actor que fue y es más que suficiente. Por otra parte hay muchos que, con una decena de títulos, no han conseguido todavía ni elegir un buen texto, ni escoger un archiconocido tema musical y lograr que suene con una fuerza expresiva distinta, ni fotografiar una ciudad como luce este Nueva York, ni mantener el tono de una escena como la del electrizante ataque de ira de un hombre pacífico. Ni dirigir al mejor actor del mundo… y que no se note que se está dirigiendo a sí mismo.