El binomio amor-distancia es una de las cuestiones más interesantes para abordar en la vida y, por lo tanto, en la literatura o en el cine. Quien más quien menos tiene un pariente, un amigo, un vecino, si no es él mismo, que ha tenido que sufrir esa prueba para el amor que se llama kilómetros. Por eso, lo que cuenta 10.000 km, a priori interesa: la historia de una joven pareja que, por motivos de trabajo de ella, se separan durante nueve meses. Como ya no estamos en la prehistoria, echan mano de las nuevas tecnologías para estrechar distancias pero pronto comprueban que para mantener el amor hace falta algo más que una webcam.
10.000 km tiene una buena pareja de actores y, además del tema principal, aborda otras cuestiones complejas, de gran densidad dramática como la decisión postergada de tener un hijo, la necesidad –o no– de ceder ante el otro y la pregunta de quién cede (uno, una, los dos o ninguno), o la comunicación en la era de Internet.
Y, sin embargo, 10.000 km termina siendo una película decepcionante. Y creo que es un problema de guion. Es cierto que un director, ante una trama así, se va a encontrar dificultades porque la película tiene que contar el paso del tiempo (o dicho de otra manera, tenderá sí o sí a ser episódica) y porque no tienes muchas opciones de que los dos actores estén juntos. Ante estas “pegas” necesitas un buen libreto donde agarrarte, unos diálogos que construyan la historia, que mantengan el interés a medida que la historia de amor de los dos se gasta, una construcción de personajes sólida donde se palpe el arco de transformación de cada uno.
Pues bien, no hay nada de eso, o hay muy poco, en 10.000 km. Cuando están juntos, lo que hay es mucho sexo, un ejemplo claro de que los guionistas tiran por la calle de en medio, por la vía rápida, la más fácil, la de mostrar la unión física. Unas larguísimas escenas para las que –está claro– no necesitan escribir mucho.
Cuando están lejos, al guion le falta desarrollo para llegar a tocar el alma del espectador, y eso que hay momentos logrados –como ese nefasto olvido de ella, esa conversación tediosa mientras se editan unas fotos o el baile agarrado… al ordenador–; pero esos momentos están rodeados de lugares comunes, de recursos suicidas –esos exasperantes letreros del tiempo– y de un final que vuelve a demostrar la incapacidad de los guionistas para rematar bien una historia.