De la mano del director de fotografía Vittorio Storaro y 16 años después de haber hecho Flamenco, Carlos Saura (Huesca, 1932) ha reunido un puñado de actuaciones de cante y de baile, con unos artistas que, de algún modo, representan el hoy y el futuro de este arte, con unos cuantos veteranos para contrastar.
Hay momentos bellísimos, pero pesan la falta de guión y el efecto cumulativo, con unos fundidos a negro como forma de paso y una sensación persistente de que las actuaciones que se filman (la mayoría) son brillantes pero que el registro es casi mecánico y el realizador prefiere el control de un espacio cerrado a la complejidad de salir a la calle, al sol.
Llega a desconcertar la opción por la pobreza iconográfica y el minimalismo. No es por ser tiquismiquis, pero lo de la saeta y la coreografía procesional sin una sola imagen cristiana es chocante. La selección de pintura es corta y monocorde.
Saura y Storaro se empeñan en unas oscuridades propias de un Caspar David Friedrich, con un enclaustramiento agotador en su monotonía. Hay momentos en que dan ganas de sacar una linterna para contemplar la belleza de Estrella Morente (vaya faena de vestuario y de peluquería), de Sara Baras (vaya maravilla de vestido), de Eva Yerbabuena, de Montse Cortés, de Farruquito, del Carpeta, de Paco de Lucía, de Manolo Sanlúcar, de Tomatito, etc. Todos están sometidos a unos contraluces durísimos, casi siempre en una penumbra lúgubre.
Más allá de gustos, me parece a mí que el flamenco es luz y sombra, alegría y pena, taberna y calle, vida y muerte. Andalucía, no la Pomerania, patria natal de ese pintor maravilloso llamado Friedrich. Saura, esta vez, es plano cuando a la filmación le hubiera venido bien el relieve. Pero en fin, el flamenco vive, también en esta decimotercera película musical del otras veces más atinado Saura.