Una joven llora, se quita el anillo de casada, vacía su piso y se marcha con lo puesto y una mochila. La vemos andar y hacer autostop. Llega, por fin, a una granja en un aislado paraje de Connemara donde vive Martin, viudo inteligente y amable. Acuerdan que ella trabajará a cambio de comida. No habrá otra relación. No se harán ninguna pregunta. Y la vida continúa, y se harán preguntas…
La guionista y directora ha realizado algo pequeño, bonito y excesivamente pretencioso. Cada detalle de la imagen importa, y hay que estar atento para fijarse en todo, y darse cuenta de que pasamos sin solución de continuidad de Holanda a Irlanda. En un rincón de la inhóspita y bella Connemara una mujer salvaje ha decidido disfrutar de la soledad, pero allí encontrará a la única persona que podría aguantarla y que ella podría soportar. Lo demás es terreno conocido donde reflexionar sobre la soledad y la necesidad de los demás. Una película de dos actores, el veterano Stephen Rea, siempre genial; y una joven desconocida que mereció el premio a la mejor actriz en el festival de Locarno.
Es evidente que al guión le sobran algunas notas estridentes, con las que pretende suplir la pequeñez de la historia. A la reflexión sobre la soledad le falta entidad. Se diría que una vez realizado el ejercicio de estilo, la directora no sabe cómo terminar la película, y entonces da un grito y pone fin de cualquier manera.