La historia -o mito- es conocida. La novena película de Federico Fellini se quedó en 8 y media por culpa del bloqueo creativo del emblemático cineasta italiano. Y lo que cuenta esa obra maestra que es 8½ es precisamente la historia -bastante autobiográfica- de un director de cine que se encuentra ante su peor pesadilla: no es capaz de rodar una película que todos -especialmente las mujeres que le rodean- esperan que ruede.
La cinta dio lugar a un musical, Nine, y éste a la versión que presenta Rob Marshall. El director de Chicago tenía los mimbres heredados de una buena historia -metacine en estado puro- y aportó un casting de lujo: empezando por Sophia Loren, no falta casi nadie.
Fellini 8½ era -y es- una película compleja, incómoda a ratos, de esas que admiten muchas interpretaciones y no se pueden liquidar en un par de párrafos. Los autores del musical han hecho una buena lectura de la película y han conseguido, en algunos momentos, una cinta muy felliniana. Eso sí: conscientes de que corren malos tiempos para el pensamiento, han aligerado el denso contenido filosófico de su predecesora, han dejado algunas jugosas reflexiones sobre el mundo del cine y el trabajo del director, y han respetado el carácter italiano de la cinta. Y ser italiano es ser latino, alegre, vividor, machista, espiritual y carnal, elegante, caótico y católico. De todo esto hay en Nine. Desorden, evasiones, fantasías, infidelidad y remordimientos, anhelos de virtud y tentaciones de la lujuria, belleza -porque Roma es bellísima- y alegría, y esperanza y un final que no estaba en Fellini pero que es bueno que esté y que también es muy italiano.
Se podría decir que, frente al paganismo de Avatar -frío y sin alma- o el protestantismo de Haneke -riguroso y triste-, Nine presenta un catolicismo imperfecto, contradictorio pero mucho más esperanzador y alegre.
En el fondo, lo que cuenta Nine, entre fantasía y fantasía de un director de cine hastiado de su propio egoísmo, es un drama romántico italiano con hechuras de cine clásico. El problema es que, además, es un musical, y aquí es donde la cinta flaquea. La intemporalidad de la historia, la elegancia del entorno y el ingenio del argumento se ven arrollados por un music hall francés que no termina de entenderse. La referencia de la mayoría de las coreografías es el Folies Bergère -como nos recuerda una estupenda Judie Dench-. Y un Folies Bergère de muy poca clase. Basta pensar en Moulin Rouge, un musical de similar ambiente, para afirmar que los bailes de Nine son básicos; pasos simples, tres o cuatro movimientos provocativos y mucha lencería de lentejuelas, poco más. Las letras, muy variables: unas aportan a la historia, otras parecen escritas para un concurso de chirigotas procaces. Afortunadamente, la orquesta es muy buena, hay cantantes más que decentes -la propia Kidman (otros no tanto)- y el montaje, aunque a ratos sea videoclipero, no chirría.
De todas formas, al final, quienes sostienen y dan unidad a una película tan irregular, tienen nombre propio: Daniel Day-Lewis y Marion Cotillard, dos magníficos actores que consiguen lo imposible: que no añoremos ni a Mastroianni ni, mucho menos, a Anouk Aimée, y que el musical de Marshall no se convierta en un cabaret de tres al cuarto. En una película tan física, tan excesiva, tan arrabalera, Day-Lewis y Cotillard actúan con los ojos, con el gesto de una mano, con una elegancia que les hace jugar en otra liga a la que juegan el resto. Si a alguien le queda duda que Cotillard es una de las grandes, que la compare con las otras o que observe la transformación de la contención en dolor en el último número, el desgarrado Take It All. Demasiado para una sola actriz.
Fellini títuló así su película porque pensaba que solo era media. Nine, sin embargo, son dos: un notable drama clásico y un pasable espectáculo francés de varietés.