Una orgullosa y testaruda joven sureña juega con su prometido (un jovencísimo Henry Fonda), y tanto juega en plan caprichosa niña mimada, que termina por perderle. En 1938, el joven Wyler, con solo 35 años, dirigió este drama sureño, ambientado en Nueva Orleans en 1852, que fue en muchos sentidos una suerte de anticipación de Lo que el viento se llevó. La treintañera Bette Davis -nunca estuvo más hermosa, realmente arrebatadora- compone uno de los mejores papeles de su carrera, tan llena de personajes magnéticos. La actriz, fallecida en 1989, ganaba por este trabajo intachable su segundo Oscar (sus admiradores siempre hemos pensado que le debían haber dado cuatro o cinco más: ¿acaso no lo merece por Eva al desnudo?).
La secuencia del baile está tan extraordinariamente bien planificada, que entiendes que gente como John Ford piropeara a Wyler como uno de los mejores directores americanos, firmante de obras como Ben Hur, Los mejores años de nuestra vida, Horizontes de grandeza, etc., etc. Mucho tiene que ver en el resultado final de esta gran película el trabajo musical del compositor austriaco Max Steiner, un artista sin el que no se entiende el poder de seducción del gran cine norteamericano de los 30-40-50.