Confieso que me acerco a La ventana con una ignorancia casi de neófito, animada por el encendido elogio de Historias mínimas de un viejo amigo. También me anima el corto metraje de la cinta. Si una historia me la pueden contar en 80 minutos, no veo la necesidad de que dure hora y media.
Sobre el papel no me interesa la historia de un anciano que espera, al mismo tiempo, la muerte y la visita de su hijo. Sobre la pantalla, y después de los títulos de crédito, me sonroja el diálogo inicial de las dos chicas que cuidan al protagonista. Es banal y está recitado como en una representación infantil.
Pero como las historias, hasta las mínimas, tienen tiempo por delante, a medida que avanza la película se vencen, poco a poco, mis resistencias. Empieza a cautivarme ese anciano –entrañable Antonio Larreta– en el que es imposible no ver a tantos padres, desvividos por sus hijos. También es difícil no simpatizar con Arturo Goetz, en ese pequeño pero jugoso papel de médico de pueblo que lo es del cuerpo y del alma, que receta y aconseja y bebe y recuerda, todo en la misma visita. Y hasta descubro el banal encanto de las dos chicas que son las manos y los pies del anciano enfermo.
El ritmo sereno que imprime Carlos Sorín es el que debe tener la historia, porque nadie espera a la muerte corriendo. El tono es tranquilo, hasta cuando la tragedia amenaza. Como en la célebre partida de El séptimo sello, cada fotograma trasmite que la muerte, o el hijo, o los dos, llegarán cuando Dios quiera, ni antes ni después, que nadie tiene la vida en su mano. Y por eso, no merece la pena ponerse nervioso. Y es mejor contemplar las pequeñas acciones que recorren el día y que le dan sentido y que, de paso, preparan al espectador para descubrir lo importante y distinguirlo de lo accesorio. El proceso de afinar el piano, los intentos desesperados del anciano por recibir a su hijo de pie, la botella de champán que lleva siglos esperando el momento adecuado (en un guiño de homenaje a Chéjov).
La ventana es una película brillante por muchas razones; pero, además, lo sería solo por una escena. Una sobria y elocuente escena en la que la perenne realidad de la vida y de la muerte humana se impone a la frágil existencia que se agarra desquiciada a la cobertura de un móvil. Después de contemplar esta escena uno concluye que, detrás de la cámara, además de un buen director de cine, hay un sabio.