Bergman logró una de sus obras más hermosas cuando frisaba los 40 años, en 1957. Encomendó el papel protagonista a un gran director de cine sueco, Victor Sjöström, que moriría poco tiempo después, en 1960. A un soberbio (en el doble sentido) Sjöström le acompañan las brillantes y muy bellas Ingrid Thulin y Bibi Andersson, que interpretan a dos mujeres muy distintas pero en el fondo parecidas. Bergman es un exponente de cómo la sabiduría teatral (la tuvo en alto grado, lo fue todo en el teatro sueco) se puede poner al servicio del cine sin contaminarlo.
En esta obra maravillosa, Bergman usó recuerdos familiares para componer una historia conmovedora de expiación y redención. Es algo que se convertirá luego en una constante, aunque con un amargo pesimismo que termina por llevarle a unos tristes ajustes de cuentas: da lástima ver a una persona tan brillante entregada al furor iconoclasta, de una mirada inmisericorde que no excluye ni a sus propios padres (el terrible guión de Encuentros privados [1996], dirigida por la actriz -y ex mujer de Bergman- Liv Ullman).