Un documentalista alemán estuvo en la Gran Cartuja de Grenoble, en los Alpes franceses, y quedó fascinado por lo que allí experimentó. Pidió permiso al abad para rodar. Le dijeron que lo iban a pensar y que le contestarían. 16 años después le autorizaron, siempre que cumpliese algunas condiciones: nada de luz artificial; tampoco música adicional; ni comentarios en off; y por supuesto, el director solo, sin ayudantes.
El resultado es una película sobresaliente caracterizada por un ascetismo similar al de la vida monacal. Hay que tener en cuenta que el director quería rodar una historia en la que pudiese experimentar sobre el tiempo y su plasmación fílmica. Quizás por eso, la película es bellísima pero ardua y en algún tramo tediosa. ¿Por qué? Porque el director -insisto- no quiere hacer un documental sobre la vida de unos cartujos, aunque eso evidentemente sale y mucho. Todo lo que vemos desprende la hermosura de la vida contemplativa y hay decenas de momentos bellísimos: el recreo en la nieve, la peluquería, la enfermería, la recogida del correo, por citar algunos. El director tiene mucho talento pero en la selección de los 160 minutos de metraje de un total de 120 horas de grabación, no siempre acierta y, por ejemplo, se echa en falta más vida eucarística. Los textos latinos de la Biblia que puntúan el relato son un enorme acierto, pleno de inteligencia y sensibilidad. Suenan retazos de gregoriano que llenan de sosiego el alma del espectador azacanado y contemplamos los rostros de unos monjes que han decidido hacer verdad de diario aquello de Juan de la Cruz: “Quedeme y olvideme, / el rostro recliné sobre el Amado, / cesó todo, y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. Desde el punto de vista formal, es difícil encontrar una mejor plasmación de aquello de Fray Luis: “música callada, soledad sonora”.
Merecido premio especial del jurado en Sundance, mejor documental en los premios del cine europeo y del cine alemán.