La última película del inclasificable director francés Jean-Pierre Jeunet, que logró popularidad y éxito internacionales con Amélie, vuelve a contar con la actriz Audrey Tatou como protagonista, en este caso de una adaptación de la novela de Sébastien Japrisot.
Al finalizar la I Guerra Mundial, la joven Mathilde recibe la noticia de que su prometido Manech ha sido sometido a consejo de guerra por automutilación, y enviado a la tierra de nadie que hay entre las trincheras francesas y alemanas, destinado a una muerte casi segura. Mathilde, que no está dispuesta a aceptar que haya perdido a su amado, emprende su búsqueda incansable contra toda esperanza.
Como ya ocurriera en Amélie, la película renuncia a los grandes principios e ideales a favor de un inmanentismo mágico y una antropología de mínimos. Es una obra singular, que imprime una mirada poética y humorística sobre unos acontecimientos terribles y desoladores, mostrados a veces, en lo que se refiere a sexo y violencia, con excesiva crudeza visual y verbal.
La atmósfera es propia de un cuento, los personajes son de fábula, y el amor de la protagonista es épico. Sin embargo, nada hay solemne ni retórico en el film; al contrario, la película es una miniatura naïf, un canto a lo insignificante, a lo imperceptible, a lo extremadamente concreto. Al cóctel de actores habituales en el cine de Jeunet, como Pinon o Dussolier, se añade la norteamericana Jodie Foster.