Director: Martin Scorsese. Guión: John Logan. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Cate Blanchett, Kate Beckinsale, John C. Reilly, Alec Baldwin, Alan Alda, Ian Holm, Danny Huston. 170 min. Adultos.
Howard Hughes (1905-1976) fue hijo único y a los 18 años había perdido a sus padres. Tras conseguir que los tribunales le reconocieran la capacidad (la mayoría de edad se alcanzaba a los 21 años), se hizo cargo de la dirección de Hughes Tools, la multimillonaria empresa paterna. Atraído por el cine y por los aviones, en 1930 estrena Ángeles del infierno, una película bélica en la que se gasta la asombrosa cifra de 3,8 millones de dólares. Tras una azarosa producción, la cinta triunfa en la taquilla y le da fama. En 1932 funda Hughes Aircraft, una empresa aeronáutica que le permitirá batir, en 1935, el récord mundial de velocidad y, en 1938, dar la más veloz vuelta al mundo.
En 1939, Hughes se hace con el control de la TWA, mientras sigue su actividad como productor en Hollywood y vive romances con actrices como Katharine Hepburn y Ava Gardner. Más adelante participa en la industria del armamento en la II Guerra Mundial. En 1948, después de producir títulos mayores, se hace con la dirección de la RKO, de la que pronto se desentiende. En 1966 vende sus acciones en la TWA y se traslada a Las Vegas. Vivirá recluido hasta su muerte, padeciendo algún tipo de enfermedad mental degenerativa, que antes se había manifestado en episodios de trastornos obsesivo-compulsivos y paranoia.
Es fácil comprender el interés de Scorsese por llevar al cine la vida de Hughes, uno de esos viajes de héroe en la cuerda floja que tanto le gustan, con brillo de lujo y lentejuelas, sí, pero también con descenso a los infiernos, con una soledad estremecedora y las consecuencias de una vida de excesos, también en el terreno sexual. Con un vigoroso guión de John Logan («RKO 281», «Gladiator»), el director neoyorquino compone un fresco verdaderamente subyugante sobre un personaje que se mueve entre la genialidad y la excentricidad, zambullidas en ese lado oscuro tan del gusto de Scorsese (aquí son las fobias de un personaje, obsesionado con perder la cordura, corroído por la sífilis desde los años treinta, y enclaustrado en condiciones patéticas durante los últimos años de su vida). El nivel interpretativo, las calidades de fotografía, planificación, montaje, música y diseño de producción son sencillamente fascinantes.
Después de varias películas muy irregulares, Scorsese contiene su megalomanía fílmica. Vuelven a sobrar muchos minutos de metraje y se somete a una narración hasta cierto punto convencional, demostrando nuevamente que es un director más de historias que de argumentos, sinuoso, barroco y expresionista. Scorsese trata las situaciones dramáticas con una brillantez apabullante.
Este proyecto puede suponer para Scorsese el hasta ahora negado reconocimiento en forma de Oscar. Como en casi toda su filmografía, falta humanidad y vuelo en sus personajes, sometidos a un estereotipo de ampulosidad operística. Scorsese renuncia por motivos obvios a acercarse a la cotidianidad de un hombre que -aunque no se diga- se casó tres veces y no fue persona especialmente equilibrada, sino más bien muy esquivo y lleno de rarezas. Aunque se contenga, y la película sea menos turbia y tremendista de lo que cabía esperar (en EE.UU. tiene calificación PG-13), no deja de estar presente ese punto característico de corrupción y decadencia fatalista, de frustración, de basura debajo de la alfombra. Si se quiere, Scorsese usa las herramientas del «biopic» para ocuparse, con la unción cuasi-religiosa que le es característica, de una época y de unos ambientes que le fascinan, por lo que entrañan de lucha por el poder, con presencia recurrente de tumultuosas pasiones.
Alberto Fijo