Las películas de artes marciales están de moda. Las artes marciales, el bushido, la katana y el kimono viven un esplendor que parecía perdido desde aquellos años 70 del siglo pasado, en los que la TV y el cine se nutrían generosamente de series y películas de espadachines saltarines y luchadores incansables que se daban estopa en peleas interminables, con más o menos sangre, con más o menos humor, con historias de peso variable, generalmente escaso.
«Tigre & Dragón», «Hero», «El último samurái», «Zatoichi» y «Kill Bill» son algunos de los títulos recientes que -afrontándolas de un modo u otro- vienen a confirmar el interés de los espectadores (o de los productores, que nunca se sabe por donde empieza la cosa) por este tipo de historias. Sus protagonistas son luchadores invencibles que se formaron en la ciencia y el arte de la lucha a la sombra de un maestro que les enseñó el autodominio y el temple frente al adversario. La wuxia, novela barata de espadachines, enormemente popular en China; la literatura ilustrada en Japón y su versión moderna en el manga; los comics norteamericanos de superhéroes nacidos en los años 60, son algunas manifestaciones de un género popular en el que la rivalidad y el intercambio de golpes se alargan hasta el infinito.
Además del interés casi común que se siente en Occidente por el modo de vida oriental, exótico y lejano, hay que mencionar otros factores que puedan contribuir a explicar el aluvión de películas de karatecas que se nos ha venido encima. Algunos aluden al hecho de que el principal destinatario del cine industrial son los adolescentes de 13-14 años (el perfil del gran cliente del cine ha bajado) que han crecido en un mundo trepidante donde la violencia es un elemento omnipresente en los medios de comunicación. Otros hablan del tradicional gusto norteamericano por las armas y la lucha, en sus muy diversas modalidades. Además, se añade, está una seducción cada vez más extendida entre amplios sectores de la juventud por las historias de psicópatas, por la tensión y el terror, por la violencia paródica, por un tipo de película que salpica sangre y vísceras.
Otra evidencia nada desdeñable es la sintonía de muchos directores de cine con el lenguaje sincopado del comic, que consigue desatar la imaginación del lector con una viñeta en la que de modos muy llamativos se plasma la destreza del superhéroe para hacer morder el polvo a sus oponentes. Por último, vale la pena recordar que el viaje de héroe sigue siendo uno de los argumentos primarios del cine, y no hay nada más atractivo para un espectador que una trama llamada «solo ante el peligro».
En fin, se viene insistiendo en que el cine necesita la vuelta de héroes clásicos, tipos esforzados que lo daban todo, a sangre y fuego si fuera preciso, por una causa noble. Salvando algunas excepciones, se puede decir que las causas nobles escasean y los héroes hacen lo que pueden, porque lo que se lleva es la adaptación al medio. Eso sí, sangre y fuego hay para llenar las salas de cine de este mundo mundial cada vez más mimético, cada vez más dócil y entontecido por los dictados del marketing cinematográfico y el snobismo transgresor.
Alberto Fijo