Desde hace tiempo, llegan desde Estados Unidos muchas películas telaraña, que ofrecen un complejo mosaico social a través de numerosos personajes cuyas historias se enredan de acuerdo con los golpes caprichosos del destino. Ése es el planteamiento de Vidas contadas, segundo largometraje de Jill Sprecher, que debutó como directora en 1997 con la notable Esperando la hora.
El título original de la película -Trece conversaciones sobre una misma cosa- refleja muy bien su estructura e intención. «Esa misma cosa» es la felicidad, ideal que buscan todos los personajes por caminos diversos, aunque todos ellos en Nueva York. Un hosco oficinista, divorciado y con un hijo drogadicto, vuelca su amargura contra un modesto subordinado que siempre está contento. El atormentado se sincera con un joven abogado, que más tarde ve cómo su triunfadora existencia se tambalea tras un accidente del que no quiere asumir ninguna responsabilidad. Por culpa de ese accidente, una encantadora chica de la limpieza deberá esperar un milagro para salir adelante. Un milagro tan grande como el que necesita el matrimonio entre una sufrida mujer madura y un tímido profesor que mantiene un romance con otra maestra de su instituto.
Como en su anterior película, Sprecher adopta un tono agridulce y a veces descarnado, que zarandea a los personajes entre la comedia y el drama, pero sin perder nunca una profunda capacidad de introspección psicológica, muy eficaz en su búsqueda de los perfiles íntimos de la dignidad humana. A veces -así sucede en la historia del adulterio-, Sprecher se limita a constatar la perplejidad de los personajes. Otras -sobre todo en la historia de la joven limpiadora-, envuelve los conflictos en un halo de misterio, sugerente en sí, pero quizá demasiado etéreo. Y, finalmente, da a menudo en el clavo y consigue emotivas situaciones de alto valor dramático. Así, el duelo entre el oficinista amargado y el feliz da muchas luces sobre el trabajo, la envidia, la tristeza y la alegría. Por su parte, la tragedia del abogado en crisis ahonda con valentía en la necesidad de asumir la propia culpa, pedir perdón y reparar. Y ambas -al igual que las demás historias- muestran las sorprendentes conexiones entre la libertad y el destino, así como el sentido purificador del sufrimiento, sobre todo en una sociedad materializada y escasa de valores.
Todo esto se expone sin orden y con un ritmo sincopado que a veces debilita la fluidez de la narración y su discurso. En cualquier caso, ambos se salvan gracias a unos diálogos jugosos e inteligentes, que permiten el lucimiento de unos actores excelentes y a los que además mima con esmero la sobria cámara de Sprecher. De entre todos ellos sobresale el veterano Alan Arkin, tan sensacional en todo momento que uno se pregunta cómo no cuentan con él en las grandes producciones de Hollywood. Otra paradoja de una industria que ha tardado dos años en hacernos llegar esta interesante película.