Tras su fugaz paso por la elegancia estilística en La edad de la inocencia, Martin Scorsese vuelve a su habitual crudeza y ambigüedad en esta disección del sórdido submundo de Las Vegas. Tres son los personajes que le sirven de guías: el duro gerente de un gran casino (Robert De Niro), hombre de paja de la Mafia; la prostituta de lujo (Sharon Stone) de la que aquél se enamora, y un matón despiadado (Joe Pesci), que intenta controlar la ciudad con el consentimiento de sus superiores.
Durante tres largas horas, el gerente y el matón describen en off sus andanzas entrecruzadas, no precisamente edificantes. Esta singular estructura narrativa -habitualmente inaceptable en cine- aquí se sostiene gracias al magnífico trabajo de todo el reparto, a unos cuidados diálogos -deudores del cine negro clásico-y a una puesta en escena fabulosa, sobre todo desde el punto de vista estético. Sin embargo, en su afán de no aburrir, Scorsese se deja llevar a menudo por un efectismo fácil, que dejará la sensación en el espectador atento de haber contemplado un inmenso y vistoso video-clip.
Si la estructura narrativa y la puesta en escena son discutibles, la visión de la vida que ofrece Scorsese es decepcionante. Esta vez modera un poco -sólo un poco- sus obsesiones sexuales, pero no así su afición por retratar la violencia de un modo crudo y lacerante; en este punto el film resulta inaguantable, sobre todo en su tramo final. Por lo demás, la mirada de Scorsese sigue siendo de un pesimismo muy parcial -no hay ni un atisbo de nobleza-, desgarrado en exceso y moralmente distante respecto a los dramas que muestra; con lo que vuelve a caer en el molesto cinismo que ya mostró en El cabo del miedo o en Uno de los nuestros. Resulta penoso ver tanto talento puesto al servicio de tales mensajes.
Jerónimo José Martín