Nueva película policiaca con asesino psicópata, como El silencio de los corderos, aunque esta vez el guión del debutante Andrew Kevin Walker ofrece más puntos de interés. La acción transcurre en una oscura ciudad innominada en la que siempre está lloviendo. A lo largo de una semana van apareciendo cadáveres brutalmente mutilados, en una serie que se corresponde con los siete pecados capitales. Investigarán el caso dos detectives: William (Morgan Freeman), un agente metódico y paciente a punto de jubilarse; y David (Brad Pitt), un joven policía, recién casado, que prefiere la acción decidida.
Un gran acierto del guión es centrar la historia en la relación entre los dos agentes, más que en los asesinatos y en el asesino. Éste permanece como una inquietante presencia, cuya desquiciada personalidad marca poderosamente los conflictos personales de los dos detectives. La descripción de estos conflictos, al hilo de los asesinatos, tiene una gran riqueza de matices dramáticos, muchos de ellos inspirados en grandes clásicos de la literatura y el arte religioso: La Biblia, Milton, Dante, El Bosco, Brueghel… A pesar del tono desmesurado de la historia y de su aparente ambigüedad moral, subyace en ella una certera crítica a la trivialización del pecado, la culpa y el arrepentimiento, quizá una de las grandes tragedias del mundo actual, como ya denunció el danés Henrik Stangerup en su novela El hombre que quería ser culpable (ver servicio 111/91).
La claustrofóbica y vibrante puesta en escena de David Fincher (Alien 3) actualiza a su manera el cine negro clásico e imprime a la trama una enorme tensión interna, visual y narrativa. Las interpretaciones son magníficas, al igual que el resto de los apartados técnicos. Precisamente por esto, y aunque se evita el exceso de referencias explícitas a los espeluznantes asesinatos, el film resulta de una crudeza dantesca, que exige del espectador una gran capacidad de aguante. También cabe reprochar a Seven que, en apariencia, no deje resquicio para la esperanza. En cualquier caso, tiene al menos la valentía de no recurrir a eufemismos para describir realidades tan deshumanizadoras como el aborto, la prostitución u otras manifestaciones de la esclavitud del pecado, presentado como la auténtica raíz de todos los males, personales y sociales.