Director y guionista: Hayao Miyazaki. Dibujos animados. 135 min. Jóvenes.
La Princesa Mononoke fue la primera película que recaudó en las salas japonesas más de 150 millones de dólares, lo que movió a la Walt Disney a adquirir los derechos de distribución internacional de esta y de las últimas obras de su director, Hayao Miyazaki (Heidi, Marco, Guerreros del viento, Mi vecino Totoro, Porco Rosso, Nicky, la aprendiz de bruja), sin duda el gran maestro de la animación japonesa.
La acción se desarrolla durante la época Muromachi (1392-1573), y relata el iniciático viaje de Ashitaka, un joven y valiente guerrero que busca un remedio para la maldición que pesa sobre él tras matar a un enfurecido dios-jabalí que atacó a su pueblo. En su periplo, será acogido por un clan de herreros dirigidos por Lady Eboshi, «tan gentil con los débiles como despiadada con los enemigos». Esta bella y endurecida mujer emplea las recién descubiertas armas de fuego en sus constantes guerras contra unos ambiciosos samurais y contra la Princesa Mononoke, una chica misteriosa, criada por los lobos, que lidera a los dioses-animales de un mágico bosque cercano, protegido, a su vez, por el bondadoso dios-ciervo, que posee el secreto de la inmortalidad. El dividido Ashitaka intentará resolver estos conflictos de un modo pacífico.
Sin salirse de los rígidos cánones de la animación limitada japonesa, La Princesa Mononoke -la primera película en que Miyazaki emplea ordenadores- ofrece unos diseños de personajes y de fondos, una planificación, un montaje, un tratamiento fotográfico y un acompañamiento musical sencillamente fascinantes. Así, Miyazaki despliega su habitual capacidad poética y dramática, aunando esta vez la fantasía mítica japonesa con elementos del cine épico de Akira Kurosawa y jugosas referencias a obras clásicas de la literatura y el cine.
Ciertamente, la complejidad narrativa y ética de la trama -nada maniquea y alejada de los convencionalismos feministas y ecologistas-, su recurso a las mitologías animistas -por lo demás, similar a la humanización disneyana de los animales-, unas cuantas secuencias bastante violentas -a lo Braveheart- y su larga duración hacen la película poco apropiada para el público infantil. Sin embargo, todo esto casi no rebaja su altísima calidad artística, su ponderada visión de la lucha entre las fuerzas de la naturaleza y la invasora civilización industrial, y su apología del papel social de la mujer y de la solidaridad con los enfermos y desfavorecidos.
«Por supuesto que hemos descrito el clima de odio -ha señalado Miyazaki-, pero solo para mostrar la alegría de la liberación». Por eso, el maestro japonés dedica el último plano a los kodamas, los pacíficos y divertidos espíritus del bosque, otra más de esas maravillosas criaturas de Miyazaki, que, como sus inolvidables totoros, pasarán a los anales del cine de animación.
Jerónimo José Martín