Después del enorme éxito internacional de Cinema Paradiso, el cineasta italiano Giuseppe Tornatore sufrió unos años de baja forma, con títulos mediocres como Están todos bien, Pura formalidad o El hombre de las estrellas. Ahora ha vuelto a rozar la perfección en La leyenda del pianista en el océano, preciosa adaptación del monólogo teatral Novecientos, de Alessandro Baricco, joven escritor que ha alcanzado un notable prestigio con obras como Seda, Océano mar o Tierras de cristal.
Narrada en 1946 por un veterano trompetista de jazz y ambientada en la primera mitad de siglo, describe el drama de un hombre que ha pasado toda su vida en el interior del trasatlántico donde nació. Allí fue abandonado por su madre y adoptado por un maquinista, que le puso el nombre de Mil Novecientos; y allí se convirtió en un mítico virtuoso del piano, a través de cuyas improvisadas y esquivas notas retrató el mundo que le rodeaba y desplegó su universo interior. Tras descubrir el amor y ganar varios duelos musicales memorables -uno de ellos con el precursor del jazz Jerry Roll Morton-, siente la tentación de descender a tierra firme. Pero su corazón le dice que no debe abandonar nunca su hermética jaula de oro.
Fiel al carácter de alegoría que tiene la historia, Tornatore plantea su musical puesta en escena con un romanticismo desbordante, matizado a veces con algún toque surrelista, al estilo de Fellini en Y la nave va. Entre estos parámetros estéticos se mueven en todo momento las excelentes interpretaciones -sobre todo de Tim Roth-, la esmerada ambientación, la espléndida fotografía de Lajos Koltai y la impresionante partitura de Ennio Morricone, una de sus mejores composiciones, injustamente excluida de las candidaturas a los Oscars tras ganar el Globo de Oro a la mejor banda sonora dramática.
Esta radical opción romántica quizá resulte empalagosa para ciertos paladares; pero propicia numerosas escenas de gran intensidad dramática e inusitado lirismo -en este sentido, la escueta trama de amor es magistral-, resueltas siempre con elegancia formal, profundidad antropológica y un sentido casi operístico de la clásica tragedia de la soledad del artista. Sólo cabe reprochar quizá el excesivo fatalismo del desenlace, aunque resulta coherente con la autodestructiva obsesión del protagonista.
En cualquier caso, la película se mantiene en todo momento a gran altura, y confirma -también respecto a la propia carrera fílmica de Tornatore- la verdad de esas palabras con las que el narrador da comienzo a su relato: «No estás acabado mientras tengas una buena historia y alguien a quien contársela».