Sólo el desconocimiento en Sundance de la cultura mexicana en su verdad real pudo hacer posible que esta cosa llamada Santitos recibiera allí un premio. ¿Un premio a qué? ¿Al cutre batiburrillo de colorines, de interiores chillones y desangelados como un mal chiste en un velatorio? ¿O acaso por el supermix de imágenes sacras, beatería subnormal y extrema memez? O tal vez por ser una gota más en el venenoso brebaje de la confusión doctrinal y de fe y costumbres. Una simple pendejada.
Una niña adolescente muere en el hospital. La madre reacciona tardíamente con la convicción de que su hija vive y de que ha sido raptada: se lo ha asegurado un santo. Un viejo párroco la cree y estimula a seguir las indicaciones de los santos que se le aparecen, mejor dicho, de sus alucinaciones. La búsqueda -¡hasta Los Ángeles!- de su inexistente hija le llevará a los lugares más corrompidos, y habría que decir que ella misma se corrompe si no se tratara de una deficiente mental profunda o de una descendiente directa de Anás y Caifás.
El relato es reiterativo y plano; con una resolución final, felizmente, después de larga hora y media. La realización es pobre y primeriza. Los personajes, muy falsos, como corresponde a una historia falsísima. Sin embargo, desde otra perspectiva geográfica, Santitos quizá sea una pavada.
Pedro Antonio Urbina