Premiada en Valladolid y Montreal, y seleccionada por Argentina para competir por el Oscar al mejor film en lengua no inglesa, El hijo de la novia es la cuarta película de Juan José Campanella, director con bastante experiencia televisiva. Un puñado de excelentes actores se ponen el mono para dar tres manos de pintura emocional a la fachada de un edificio muy aparentón, endeblemente cimentado sobre un puñado de mentiras vestidas de sentimentalismo. Negar la calidad de la fotografía, de la música, de la puesta en escena sería una injusticia. No menor que la de conceder crédito a un guión capaz de redimir a todo bicho viviente salvo a un cura católico, que -cómo no- aparece representado como un compendio de la ruindad y la hipocresía, y que obliga a una pirueta argumental ridícula, precedida de un discursito anticlerical.
El hijo de la novia es Rafael (soberbio Ricardo Darín, el timador de Nueve reinas), irascible divorciado y atribulado padre de una niña, que regenta el restaurante porteño Belvedere, heredado de su padre, Nino (Héctor Alterio en el mejor papel de su carrera). Éste intenta suavizar los efectos que el Alzheimer causa en Norma, con la que se casó por lo civil hace 44 años. A pesar de declararse agnóstico, Nino se plantea casarse con Norma por la Iglesia, a modo de regalo.
Campanella echa toda la carne en el asador emocional para llevar al espectador en volandas, de modo que la percepción de la endeblez de la historia se haga muy difícil. Por poco que uno sepa de la vida, no resulta verosímil la enemistad del hijo con la madre, ni tampoco la relación padre-hija, ni la evolución del personaje principal. Todo está dispuesto para un viaje encantador y falso, con abundantes numeritos tragicómicos de corte muy televisivo, con un ritmo arrollador que se ve magnificado por la torrencial incontinencia verbal del protagonista.
El hijo de la novia, producida por el español Gerardo Herrero (Las razones de mis amigos), tiene todas las papeletas para ganar el Oscar. Ya ganó varios American Beauty, que no es lo mismo, pero es igual.
Alberto Fijo