Director y guionista: Manoel de Oliveira. Intérpretes: Michel Piccoli, Antoine Chappey, John Malkovich, Catherine Deneuve, Leonor Baldaque, Ricardo Trêpa, Leonor Silveira. 90 min. Jóvenes.
El portugués Manoel de Oliveira tiene 92 años. Va a película por año -lleva 33-, y ahora empieza a rodar la siguiente, que irá sobre el principio de incertidumbre. En Vuelvo a casa, un veterano y prestigioso actor se enfrenta al dolor y a la pérdida con las armas que mejor conoce, las del arte dramático, que emplea en los escenarios, y también en las aceras, las zapaterías y los bares.
Hay en esta película, rodada en París, un discurso, una partida de ajedrez, un estado de cuentas, una reivindicación de la dignidad. Es tantas cosas esta bellísima película, que un espectador poco reflexivo podría pensar que es pesimista, cuando en realidad es una declaración apasionada de amor por la vida, un mapa ético para poder seguir buscando la ruta homérica de regreso a Ítaca, en un mundo aturdido por las explosiones. Por eso, durante el Festival de Venecia le fue entregado a Oliveira el Premio Robert Bresson, auspiciado por el Pontificio Consejo de Comunicaciones Sociales; un galardón que destaca las obras cinematográficas que constituyen un testimonio significativo de la búsqueda del sentido espiritual de la vida.
Oliveira ama París, ama el teatro, ama a los buenos actores; por eso regala a John Malkovich dos secuencias que serían la envidia de cualquiera que quiera pasar a las enciclopedias. Oliveira ama también lo trascendente, ama la cultura, ama su trabajo. Pocas veces el cine ha afrontado con más valentía la tesis de Oscar Wilde -la vida imita al arte-, que Oliveira despliega en tres actos, a cada cual más apasionante, al ritmo de las obras teatrales que representa el protagonista: El Rey se muere, de Ionesco, La Tempestad, de Shakespeare, y Ulises, de Joyce.
Lo que va viviendo Michel Piccoli (portentosa actuación) es cotidianamente reiterativo, nunca aburrido. Y Oliveira lo cuenta con inteligencia narrativa, con delicadeza pausada y rutinaria, con un sentido moral tan sugerente que hace que las imágenes acaricien al espectador hasta provocarle una sonrisa duradera de esperanza y amor por la vida. Una sonrisa… y unas ganas tremendas de volver a ver a Piccoli, de espaldas, cercanamente íntimo, mirando en la penumbra la foto familiar saqueada por la muerte, antes de abrir las cortinas de su cuarto para vivir un nuevo día.
Alberto Fijo