La libertad de expresión está en el centro de la sociedad liberal, y debe prevalecer sobre el derecho a no sentirse “ofendido”, dice The Economist en un reciente artículo donde pide salvar el espacio de debate plural, que está en peligro en el Reino Unido, “aunque no tanto como en Estados Unidos”.
“La plaza pública está siendo patrullada cada vez más por una policía del pensamiento que suelta los perros del escándalo si te atreves a cruzar la línea”. Un caso reciente es el de Roger Scruton, manipulado y acosado en Twitter. Hay otros. “Lord Adonis ha pedido repetidamente que se despida a Andrew Neil, periodista de la BBC, por apoyar el Brexit. Estudiantes de Oxford han exigido que se silencie a John Finnis, un prestigioso jurista, porque se opone al matrimonio homosexual. Profesores de esa universidad tratan con frialdad a un teólogo, Nigel Biggar, por haber organizado una serie de seminarios sobre ética del imperialismo, en los que cuestiona el concepto de que un imperio es siempre algo malo. La Universidad de Cambridge ha rescindido una oferta de profesor visitante al psicólogo canadiense Jordan Peterson, por presiones de los estudiantes”.
Según la publicación británica, hay dos factores que pesan en la situación actual. Uno es el populismo, que invita a las personas a pisotear los derechos de las minorías, y otro, las políticas identitarias, que pretenden que las personas confundan la crítica a sus argumentos con ataques contra ellas mismas. Para intentar acallar a quienes disienten, “Twitter es la casi perfecta máquina de atropello, porque alienta a los bocazas a comentar cualquier cosa en 280 caracteres”.
Ese círculo de ultraje conlleva el riesgo de provocar que gente de talento termine apartándose de la vida pública. “¿Por qué desearía un joven someter su vida bajo a la mirada pública, cuando una discusión o una broma de mal gusto pueden acabar con su carrera? Hay peligro de que las personas preparadas para entrar en la vida pública sean solo una rara colección de ideólogos dispuestos a sacrificarlo todo por la causa, provocadores que se ganan la vida con la indignación y funcionarios insípidos que no tienen nada interesante que decir”.
Ante esto, The Economist propone unos principios de actuación; “el más importante, que la libertad de expresión está en el centro de la sociedad liberal. El derecho a enunciar una opinión razonada debe prevalecer sobre el derecho, por ejemplo, a no sentirse ofendido. El derecho a expresarse, sin embargo, no incluye el de incitar a la violencia, pero sí el de manifestar opiniones fuertes sobre asuntos controvertidos”.
En segundo lugar, estaría el principio de que los dos lados del arco político han de ser medidos por el mismo rasero, algo por lo que deben velar particularmente las universidades, cuyos claustros suelen tender notablemente hacia la izquierda. “El acoso a los intelectuales conservadores no solo priva a los estudiantes de la oportunidad de escuchar un rango de opiniones. También priva a los liberales de la esforzada tarea de tener que discutir con personas de tradiciones intelectuales alternativas”.
Un tercer principio es estar en guardia contra los grupos de presión que pretenden tener derecho de veto sobre lo que puede decirse en el espacio público, pues a menudo, puede pasar que quienes pretenden ejercer esa prerrogativa de mandar callar a los demás, no representen realmente a nadie más que a sí mismos o a exiguas minorías.
“Al final, si la gente rechaza implicarse en el debate público porque teme ser víctima de una turba aulladora, la democracia puede morir. Los organismos públicos, especialmente las universidades, necesitan dar lo mejor de sí para defender los derechos de los pensadores contrarios”. Incluso si a veces van demasiado lejos, concluye.