El historiador Guillaume Cuchet acaba de publicar el libro Comment notre monde a cessé d’être chretien (Seuil) en el que analiza el declive del catolicismo francés desde mediados de los años 60. Anthony Favier lo reseña en La Vie des idées.
Cuchet se apoya en los trabajos del sacerdote Fernand Boulard, que desde los años 1930 a 1970 realizó para los obispos franceses encuestas de práctica religiosa, que se han convertido en un material inestimable para los estudiosos del periodo.
Para Cuchet, aunque el retroceso del catolicismo en Francia comenzó en el siglo XIX, la caída se aceleró bruscamente a mediados de los años 60, paradójicamente por la acción de un clero que quiso adaptarse a la modernidad. Antes del hundimiento, todavía la gran mayoría de los franceses eran católicos bautizados y el 20% de ellos iban regularmente a la misa dominical.
El año bisagra es 1965, cuando todas las prácticas religiosas empiezan a caer en picado. Esta ruptura no pasó inadvertida a los pastores de la época. “Solo que ante la amplitud de los cambios emprendidos por el Vaticano II y para no dar armas al campo conservador, los resultados no fueron comentados”, explica el autor de la recensión.
En el campo conservador, la ruptura fue asociada a los trastornos de Mayo del 68, mientras que en el polo progresista la explicación principal fue que la desafección se debió a la publicación en 1968 de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI. Para Guillaume Cuchet, los datos muestran que la caída empezó antes de 1968, en el momento en que el concilio Vaticano II (1962-1965) comenzaba a ser aplicado en Francia.
El empeño de modernización de la Iglesia en Francia habría tenido la paradójica consecuencia de acelerar un abandono que ya venía impulsado por las mutaciones sociales y culturales. Varios análisis de detalle abonan la tesis de un clero que habría cortado la hierba bajo sus propios pies. Por ejemplo, antes de los años 60 la práctica religiosa de los niños era intensa desde la primera comunión hasta la Confirmación (a los 12 años). La exigencia de una profesión de fe para la Confirmación, apartando a los que la pedían más por costumbre social que por autenticidad, acentuó la brecha entre la Iglesia y los baby boomers.
Más que en la asistencia a misa, Cuchet ve en el abandono de la confesión “la explosión nuclear del catolicismo francés”. Al perder el corazón de los penitentes frecuentes, el clero habría desaprovechado a la gente con mayor capacidad de acción en la sociedad. Guillaume Cuchet señala tres razones de esta pérdida. El fin de la obligación de confesarse estuvo motivado también por el afán de aumentar la calidad de las confesiones. Igualmente, en un contexto de optimismo teológico, los sacerdotes dieron la impresión de que ir al cielo era más fácil y permitieron que los fieles comulgaran sin confesarse antes. Las experiencias de las celebraciones colectivas de la penitencia, luego prohibidas bajo Juan Pablo II, señalan el fin de una época de la penitencia católica, pues los fieles nunca volvieron masivamente a la práctica anterior.