El pasado 18 de enero, dos mujeres, madre e hija, fueron asesinadas en la ciudad paquistaní de Quetta. Unos individuos en moto se les acercaron y les dispararon a mansalva. Su crimen: eran trabajadoras de un programa de vacunación contra la poliomielitis. Las gotitas inmunizadoras eran, según los islamistas locales, un invento diabólico para esterilizar a los musulmanes…
Con un PIB per cápita bastante menor que el de la India, Bangladesh tiene una mortalidad infantil que es la mitad del de su vecino
Sakina Bibi, de 38 años, y su hija Rizwana, de 16, fueron apenas dos de los más de 70 activistas contra la polio que han sido asesinados por los extremistas desde 2014. En una población con niveles de escolaridad muy mejorables, la presencia de los agentes de salud despierta las sospechas de algunos, tanto por el fármaco en sí –creen que produce parálisis, disfunción sexual e incluso la muerte–, como porque, en 2011, los miembros del equipo de inteligencia que llegó en busca de Bin Laden se disfrazaron de cooperantes sanitarios y tomaron muestras a la población para determinar, por el ADN, la presencia de familiares del terrorista.
La buena noticia es que, a pesar de tanto sinsentido, Pakistán ha reducido a solo uno el número de casos de polio que se han detectado en lo que va de 2018. Quizás en Occidente una vacuna más o menos no parezca demasiado relevante, toda vez que las recibimos por sistema sin preocuparnos demasiado por qué sucedería si no la tuviéramos, pero específicamente la que inmuniza contra la polio, que se suministra a los niños antes de los 5 años, evita graves casos de discapacidad motriz y deformaciones que pueden marcar a las personas de por vida.
Esto dicho, conviene aclarar que el virus no ha desaparecido del país –es endémico allí, además de en Nigeria y Afganistán–. El cambio está en que la arriesgada labor de los activistas ha dado fruto, aunque este se mantendrá solo si se puede cerrar esa brecha del 5% de hogares en los que no se permitió la entrada de los trabajadores sanitarios en la campaña de este año.
Hasta ahora Pakistán va por detrás de su tradicional rival, la India, en la lucha por la erradicación total de la polio. Nueva Delhi se proclamó libre del flagelo ya en 2014, aunque como se verá, tiene todavía algunas asignaturas pendientes en materia de salud, fundamentalmente por la contaminación de las aguas.
Pero los paquistaníes están haciendo un esfuerzo notable. Según el New York Times, han instalado unas 55 estaciones de monitoreo del agua, tanto la de consumo humano como la albañal, y han detectado el virus en dos ciudades: Penshawar (norte) y Karachi (sur), una de las más pobladas del país. No convendría, por tanto, dormirse en los laureles. Para el Programa de Vacunación, que ha inmunizado a 38 millones de niños en la campaña de 2018, la amenaza continúa latente: aunque la vacuna llegue a más menores, el microorganismo continúa circulando.
El rol de la higiene
Desde 2014, los islamistas han asesinado en Pakistán a más de 70 activistas contra la polio
De otro vecino del área, Bangladesh, también llegan números esperanzadores: el absentismo escolar por razones de salud se ha reducido notablemente. Hoy, si algunos no asisten a clase es por ayudar a sus padres a ganar el sustento, pero por norma ha desaparecido una causa que solía ser muy frecuente y mortífera: la diarrea.
The Economist tira de estadísticas: en varias regiones del país, las muertes por diarrea y disentería se han reducido un 90% desde hace casi tres décadas, de modo paralelo al creciente uso de las sales de rehidratación oral y el combate al virus causante de estos episodios. Si, según un sondeo de 1993, el 14% de los bebés bengalíes había sufrido un ataque de diarrea en las dos semanas previas a la consulta, en 2014 el número había descendido hasta el 7%, y en la misma medida lo había hecho el índice de desnutrición.
Quizás lo más curioso es que, aunque el PIB per cápita de Bangladesh es la mitad que el de la India, su mortalidad infantil es menor, y el motivo –además de los ya enunciados– puede ser algo “escatológico”, pero fundamental: la población ha tomado conciencia de la necesidad de evacuar en letrinas, no a campo abierto, una costumbre esta última muy extendida en la India y que termina incidiendo negativamente en la salud de las personas.
Según la publicación británica, una ONG caritativa: el BRAC (Bangladesh Rural Advancement Committee), corrió a cargo de un programa de higienización que, entre 2006 y 2015, ayudó a construir servicios de evacuación de desechos en unos 5 millones de hogares. Hoy, en cifras de la OMS, apenas un 5% de la población defeca al aire libre o en el curso de fuentes de agua.
Por contraste, en la India lo hace el 40% de las personas, en buena medida por motivos religiosos –se considera signo de impureza tener un váter en casa–, o por prejuicios de casta: tener una letrina necesita de alguien que periódicamente la vacíe, cosa reservada a la casta inferior: los dalits, quienes, visto que su situación de discriminación no mejora en lo sustancial, a veces se niegan a ejecutar esa tarea. Fin del cuento: muchos se ahorran la letrina, y los desechos, incontrolados, terminan de alguna manera en el agua.
Es lo que los bengalíes se han propuesto que no ocurra en su territorio. Mohammad Sirajul Islam, del International Centre for Diarrhoeal Disease Research, toma nota de los avances de salud logrados y apunta que se podría llegar más lejos: si la gente aprende a descontaminar las fuentes de agua, si friega adecuadamente los utensilios de cocina, si se lava las manos con mayor frecuencia y si rutinariamente recalienta la comida que ha almacenado antes de consumirla, el contagio por enterovirus puede reducirse aun más.
Todo es cosa de poner interés y modificar los hábitos.
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