Mike Kerrigan, abogado norteamericano, cuenta en The Wall Street Journal cómo su madre le apartó de la pornografía y le enseñó a respetar a las mujeres.
Cuando estaba en sexto curso, cierto día un compañero de colegio le dio una foto de revista donde aparecía una joven medio desnuda en una bañera. La imagen le resultó muy seductora. Se la guardó y decidió clavarla en la pared de su cuarto de baño, para tenerla a la vista.
Cuando llegó a casa, enseñó la foto a su madre y le dijo lo que pensaba hacer. Ella debió de “sentirse decepcionada por mis gustos lascivos”, recuerda Kerrigan, pero no le riñó, ni fue a decirlo a su marido. “Solo hizo dos preguntas, que yo recuerde, y luego vino la lección”.
“‘¿Está bien robar?’, preguntó. ‘No’, respondí. ‘¿Tampoco cuando es fácil, y a cielo abierto?’, prosiguió. ‘Tampoco’, corroboré. ‘Entonces, no robes la dignidad a esta mujer’. Y me quitó mi bella de baño”.
“Aunque me dieran cien intentos con mis hijos –concluye Kerrington–, nunca lo haría tan bien. Gracias, mamá, y gracias a todas las madres que a lo largo de la historia nunca se dieron por vencidas con sus ‘hijos de tantas lágrimas’”, como decía san Agustín de la suya, santa Mónica.