“La Peste”, serie recién estrenada en Movistar, sobre la base de hechos ciertos y una cuidada ambientación, presenta el pasado con una sordidez sin matices, que no deja espacio al idealismo ni a la bondad. No es un caso único en la ficción histórica que se hace en España.
La gran peste de 1649 se llevó por delante 60.000 personas, la mitad de la población de Sevilla, entonces la metrópoli por donde entraba todo lo que llegaba de América. Tras la epidemia, la ciudad nunca sería la misma.
El feísmo de “La Peste” entronca con la tendencia de las plataformas de pago a ofrecer relatos brutales y apocalípticos donde es difícil empatizar con los personajes
El cineasta Alberto Rodríguez ha contado con el mayor presupuesto de una serie española hasta la fecha (10 millones de euros) para recrear de manera impactante el ambiente miserable y hediondo de la ciudad, con miles de personas contagiadas aguardando a ser atendidas delante de los hospitales, especialmente del llamado de Las Cinco Llagas. En ese hospital murieron miles de personas, entre ellos los administradores, médicos y enfermeros, muchos sacerdotes y religiosas que atendían a los moribundos (cosa que, por cierto, la serie no menciona).
Se han usado para filmar la serie 130 localizaciones, en las que, como suele suceder, la propia Sevilla no aparece: localidades cercanas con calles similares y los milagros de los efectos digitales hacen que el espectador se crea en Sevilla.
Historia sórdida
Rodríguez, sevillano, bien conocido como director de películas de prestigio como La isla mínima y El hombre de las mil caras, y su coguionista habitual, Rafael Cobos, también sevillano, han contado con la ayuda de Fran Araújo, de facto guionista de cabecera de Movistar Series, que también firma los libretos de La Zona y Vergüenza, las otras series de producción propia de la compañía.
La Peste es una historia sórdida y tenebrista. Mucho. Intrigas, brutales asesinatos, oscuros secretos en una ciudad comida por la miseria, la delincuencia y la lujuria, donde la llegada de riquezas de América pone de manifiesto la mejorable administración de la Corona y el inicio de la decadencia de una ciudad que fue durante los siglos XV y el XVI una de las más importantes del mundo. Una ciudad por donde pasaba mucha riqueza y se quedaba poca. Los autores de la serie de seis capítulos de 50 minutos han adelantado medio siglo la catastrófica epidemia para hacerla coincidir con el final del reinado de Felipe II (1556-1598).
Vista la serie en su integridad, tenemos la oportunidad de pensar sobre las estrategias narrativas de la ficción histórica seriada que se hace en España, en sentido estricto y en sentido amplio.
La tentación del malditismo
En la manera de contar esos relatos con un telón histórico de fondo abiertamente reconocible se percibe en España –y en el resto del mundo, seamos ecuánimes– un insistente recurso al malditismo que tiende a ennegrecer los relatos hasta el paroxismo. “De lo malo lo peor; si HBO o Netflix van por ahí, nosotros también”. Algo así deben de pensar los productores de la industria española de series, como si fuera difícil sustraerse a la tentación de mirar compulsivamente lo que hace el de al lado, mientras se procura imitar de algún modo lo que se lleva en otros países, especialmente en las plataformas de pago: si Juego de tronos, Los Borgia, Los Tudor, Versalles o The Crimson Petal and The White optan por el malditismo sórdido y por escenas de enorme crudeza, ¿por qué los españoles vamos a ser distintos?, podría ser el razonamiento más o menos consciente.
No parece justo valorar la ficción seriada española con criterios distintos a los que se manejan para enjuiciar producciones similares de otros países europeos o las estadounidenses. La diferencia fundamental con las series norteamericanas estriba no solo en los presupuestos, sino en los públicos potenciales que permiten a las productoras y plataformas norteamericanas trabajar con más libertad que las españolas, condicionadas por una audiencia menor y por plataformas que no pueden o no quieren confiar en productos menos convencionales.
De hecho, es queja habitual de guionistas españoles cuando acuden a facultades de Comunicación para mantener encuentros con futuros guionistas: en España –dicen– es muy difícil hacer series gourmet, porque la tendencia es hacer producciones que enganchen a un público muy amplio, y ya se sabe que quien mucho abarca poco aprieta. Pero de eso hablaremos más adelante. Volvamos a las series históricas.
Las series no están para contar la Historia
Uno de los reproches recurrentes que se ha hecho a la ficción audiovisual española contemporánea es no haber aprovechado suficientemente el filón de relatos que ofrece la historia de España, en especial en la época de los Trastámara y los Austrias mayores. Series recientes como Isabel, Conquistadores: Adventum, El Ministerio del Tiempo, Hispania y Tiempos de Guerra ponen de manifiesto que las series españolas pueden gustar más o menos, pero sería injusto negarles su interés por la historia. Algo parecido ocurre en el cine con películas como Oro, Los últimos de Filipinas o Incierta gloria.
Una serie cuenta una historia, no la Historia. Olvidarlo lleva a conclusiones distorsionadas. Una serie no puede (y quizás no debe) ser una clase de historia, ciertamente. Pero sí puede respetar los hechos, de manera que los personajes y su contexto sean veraces. En el cine y en las series es común acercar la historia a los espectadores popularizando el relato para hacerlo más ameno y atractivo. Para lograr ese objetivo, es frecuente el recurso a tramas y conflictos universales. Es un modo de proceder útil y, a la vez realista, porque ciertamente los seres humanos somos más parecidos de lo que tiende a pensar el que quiere comprender a día de hoy al que vivió hace quinientos o mil años.
Series como “La Peste” y películas como “Oro” concentran la maldad de tal modo, que no queda un rincón de bondad o idealismo
En series como Isabel, el retrato de los Reyes Católicos y su entorno resulta sustancialmente veraz. Y lo es, porque se ha puesto empeño por respetar la mentalidad de una época aunque no falten simplificaciones y exageraciones y no se ahorren al espectador secuencias que explicitan con un innecesario vouyerismo morboso y populachero las bajas pasiones de eclesiásticos lujuriosos. En Isabel, como en la segunda temporada de The Crown o en John Adams, hay un elemento de capital importancia que no siempre se cuida: el equilibrio, o mejor, la sabiduría del equilibrio. Valga el ejemplo comparativo: La Peste se abre con una cruda secuencia de sexo e incluye numerosos desnudos femeninos, algunos de ellos tremendamente humillantes (para las actrices y para el espectador) que parecen más un reclamo morboso que una necesidad de un guion en busca de algún tipo de coherencia. La segunda temporada de The Crown tiene un capítulo, el séptimo, con secuencias sexuales de una gratuidad llamativa. Es lo mismo, pero no es igual.
Sobre este asunto me comentaba con sorna un guionista amigo, tras ver la serie española: “La insistencia en el sexo es un truco bien conocido por los profesionales: son escenas que sirven para llenar metraje de una manera burda, requieren poco esfuerzo: no hay grandes diálogos, ni especiales dificultades de puesta en escena…”
En otro momento, charlando con el guionista Rafael Cobos (La Peste), me comentó que se considera un escritor marcadamente moral, y por lo tanto, de blancos y negros. Le dije que le entendía, pero que, a mi juicio, los escritores morales son los que son capaces de escalar los grises: Dostoievski y Tolstói fueron maestros en esto: logran personajes odiosos que se redimen o que al menos son capaces de comportamientos de inesperada y por eso más resonante bondad. Basta pensar en el crápula Rogozhin de El idiota. Personajes llenos de bondad que cometen errores e incluso se empecinan en ellos: las páginas de Guerra y paz y Los hermanos Karamázov nos los muestran en su conmovedor verismo. Las personas no son buenas o malas, parecen decir los grandes novelistas rusos. Las personas hacen cosas buenas y cosas malas.
Equilibrio y contraste
El mecanicismo de algunas series históricas, además de traicionar la verdad, hace un flaco favor a la verdad del arte de la representación. Cuando se acierta, el resultado puede ser magnífico. Quizás no se ha insistido lo suficiente en la importancia de la formación de los guionistas en estos extremos. Y en la formación del público. Porque, al final, la credibilidad de la ficción histórica depende de la formación, del estudio, de querer hacer o ver una historia bien contada que resulte enriquecedora. Quizás por esa vía –la formación y un sano espíritu crítico– lográramos superar una mentira, verdadero cáncer de la ficción seriada: se hace lo que el público demanda.
Al amparo de ese cínico estandarte se hacen muchas series históricas que causan sonrojo, no solo por su muy deficiente ética de la representación sino por la pobreza simplona de relatos míseros en fondo y forma. Series como La Peste y Conquistadores, Adventum (producida por Movistar, al igual que La Peste), o películas como Oro, concentran la maldad de tal modo que no queda un rincón de bondad, de idealismo, de fe auténtica, de esperanza. No hay personajes que contrasten, todo es negro. La religiosidad sincera, la piedad popular, la honradez parecen vetadas.
Con lo fácil que hubiera sido mencionar a un Miguel de Mañara, fundador del Hospital de la Caridad, alto cargo del Consulado de Cargadores a Indias, del Santo Oficio, Calatravo, miembro del Consejo Municipal. O Murillo, que pintaba en aquella época, sus Vírgenes y sus pobres desvalidos. O el gran tallista Martinez Montañés, que murió en la Gran Peste. Hubieran introducido contrastes en una serie, donde el único personaje que escapa a la perversión generalizada es una pintora llamada Teresa Pinelo.
En otras series y películas sí hay equilibrio: puede haber un político, un empresario, un artista, un policía o un cura perversos, pero también otros honrados o que quieren serlo: no por ello son necesariamente presentados como tontos, pusilánimes o fanáticos cerriles. Trasladen esto a cualquier historia, a cualquier trama y comprobarán que se puede contar cualquier asunto sin caer en el malditismo… pero claro, hay que trabajarlo, ser muy buen escritor y confiar en que el público sea capaz de recibir historias exentas de un maniqueísmo fácil.
En España es difícil hacer series “gourmet”, porque la tendencia es hacer producciones que enganchen a un público muy amplio
Las series originales de Movistar marcan una tendencia interesante porque se trata de la compañía telefónica con mayor número de clientes que contratan conexiones a Internet polivalentes (telefonía, ordenadores, tabletas, televisores). En la actualidad, Movistar cuenta en emisión con una produccción propia que incluye un spinoff de Velvet (Velvet Colección, ambientado en los años 70 en Barcelona), La Zona (un thriller de investigación sobre un crimen en una área clausurada por un accidente nuclear), Vergüenza (una comedia de una pareja de fotógrafos de bodas) y La Peste. En marzo, llegará Félix, una serie dirigida por otro gran director de cine español, Cesc Gay.
Mucha basura en “La Peste”En La Peste, por desgracia, encontramos un relato paradigmáticamente malditista, que se sirve de un marco histórico que incluye hechos verificables (un auto de fe, el Santo Oficio, la presencia de grupos de protestantes en España que unen a sus motivaciones religiosas las políticas para luchar por la independencia de los Países Bajos, disputas entre mercaderes y regidores de la ciudad) para elaborar un discurso extemporáneo, del Siglo de las Luces, que llega al paroxismo mitinero en boca de Mateo Núñez, el artificial personaje central que se convierte por arte de magia en un librepensador panteísta y gnóstico, con una oratoria propia de un Voltaire. En este sentido, llama la atención que se pronuncien en La Peste dos o tres discursos, encajados a martillazos en una trama que debe mucho a El hereje de Delibes y que se engolfa en un agotador ir y venir a burdeles y antros, con pústulas y trapicheos, vejaciones brutales, sin espacio para cualquier atisbo de humanidad, inmediatamente sofocado, no vaya a ser que alguien nos llame blandos. En la promoción de la serie se insiste en que lo que se cuenta es muy actual. Uno se pregunta donde está la actualidad… en fin, cada cual es libre de ver las cosas a su manera. Rafael Cobos declara que “aunque es un thriller básicamente, a nosotros principalmente nos interesaba hacer un fresco de una ciudad en determinado momento”. La Peste es una serie desagradable, tenebrosa, a ratos (muchos) repulsiva y agotadora. Su feísmo entronca con la tendencia de las plataformas de pago a ofrecer relatos brutales y apocalípticos donde no solo es difícil empatizar con un personaje, también cuesta entender sus motivaciones y anhelos. |