En Estados Unidos, la comunidad académica asiste con preocupación al deterioro de la libertad de expresión en los campus universitarios. El problema es conocido, pero hay algo novedoso en el modo en que lo abordan los profesores Robert P. George y Cornel West: la búsqueda racional de la verdad, explican en una declaración que va a la raíz de esa crisis, no es enemiga de la tolerancia sino su aliada.
Robert P. George, profesor de filosofía del derecho en la Universidad de Princeton, es uno de los pensadores conservadores más influyentes de EE.UU. Cornel West, profesor de filosofía política en Harvard y emérito en Princeton, es un popular activista por los derechos civiles de los negros, miembro destacado de Socialistas Demócratas de América… y actor secundario en dos películas de Matrix. Ninguno de los dos se atiene al guion: George es muy crítico con Trump, lo mismo que West con Obama.
No es la primera vez que estos profesores se alían para defender el debate civilizado en los campus. Frente a quienes consideran que la tolerancia obliga a guardar silencio ante los puntos de vista con los que no estamos de acuerdo –a callar para no ofender–, en 2015 organizaron un cara a cara sobre el matrimonio gay para mostrar a sus alumnos que se puede discrepar con respeto: West, a favor de legalizarlo; George, en contra. “Lo más admirable –cuenta Robert Barron– es que los dos, que son buenos amigos, de hecho debatieron: es decir, se apoyaron en pruebas; sacaron conclusiones de premisas; respondieron a objeciones, etc. Y ninguno acusó al otro de odiar a los partidarios de la postura contraria”.
Ahora vuelven juntos al ruedo intelectual con una provocadora declaración, titulada Truth Seeking, Democracy, and Freedom of Thought and Expression. Entre los centenares de personas que se han adherido al texto, figuran otros destacados intelectuales de variadas tendencias, como los filósofos Peter Singer y Roger Scruton, la jurista Mary Ann Glendon o la politóloga Allison Stanger.
Una crisis intelectual
Para comprender la relevancia del documento hay que remontarse a las últimas décadas del siglo XX, cuando algunas universidades estadounidenses empezaron a predicar el relativismo como el mejor antídoto frente a la intolerancia. Lo que llevó a un cambio en su jerarquía de valores, como diagnosticó Allan Bloom en su libro El cierre de la mente moderna (1987): de tener en el centro la búsqueda de la verdad, pasaron a inculcar en los jóvenes la aceptación de la diversidad por encima de cualquier otro valor.
De la mano del relativismo iba la exigencia de igualar todos los puntos de vista y estilos de vida: dado que no hay criterios objetivos para discernir cuáles son mejores que otros, nadie tiene derecho a criticar aquellos con los que discrepa. Y si lo hace, se le declara enemigo de la apertura.
Un aliado de este modo de pensar es el discurso políticamente correcto. Desde los años 90 hasta hoy, algunas universidades han ido aprobando códigos de lenguaje que establecen lo que a su juicio representa el modo correcto de pensar y de expresarse sobre una serie de temas identitarios como la raza, la religión, el sexo o la clase. En vez de espolear el pensamiento crítico de los estudiantes para que aprendan por sí mismos la práctica de la tolerancia, las autoridades académicas han pretendido decidir por ellos qué ideas y qué expresiones respetan la diversidad y cuáles no.
Lo que nos hace tolerantes es la disposición a tomarnos en serio las ideas con las que discrepamos, no la indiferencia relativista
Paradójicamente, el empeño por garantizar la variedad se ha ido convirtiendo en una fuente de intolerancia: hay tal susceptibilidad en los asuntos protegidos por la corrección política que se han llegado a ver como legítimos los boicots contra ponentes en las ceremonias de graduación y otras formas más sutiles de censura, como los “safe spaces” y los “trigger warnings”, con los que se pretende garantizar que nadie pueda sentirse incómodo u ofendido por las opiniones de los demás.
Escuchar es tomar en serio
En este contexto, han ido apareciendo valiosos alegatos a favor de la libertad de expresión y de pensamiento en los campus, como la Declaración de Chicago o la más reciente del Middlebury College, aprobada en marzo a raíz de la protesta violenta contra un conferenciante. Pero es el texto de George y West el que se ha atrevido a entrar al fondo del problema que detectó Bloom.
Para estos profesores, la sociedad democrática es algo que construimos entre todos mediante la práctica de “las virtudes de la humildad intelectual, la apertura de mente y, sobre todo, el amor a la verdad”. Estas virtudes no son condecoraciones bonitas que uno pueda ponerse de palabra, sino que se demuestran a través de la “disposición a escuchar con atención y respeto” a quienes discrepan de nosotros.
Frente a lo que dice el tópico, la aspiración a la verdad no tiene por qué cerrar los oídos de nadie. Más bien lo contrario: “Como enseñó John Stuart Mill, reconocer la posibilidad de que uno pueda estar en el error es una buena razón para escuchar y tomarse en serio –y no solo tolerar de mala gana– los puntos de vista con los que no estamos de acuerdo, o que incluso nos parecen chocantes o escandalosos”. Es más, añaden, aun en el caso de que alguien crea estar en lo cierto en un determinado debate –lo cual es muy legítimo–, necesitará igualmente esa actitud de escucha para “profundizar en su comprensión de la verdad y mejorar su capacidad de defenderla”.
La búsqueda racional de la verdad puede ser un antídoto frente a la obstinación que hace de cada opinión un dogma incontestable
Obstinación relativista
“Nadie es infalible”, dice la declaración. O lo que es lo mismo: todos podemos errar. “Pero eso no significa que todas las opiniones sean igualmente valiosas o que valga la pena escuchar a todos por igual. Tampoco quiere decir que no exista una verdad que deba ser descubierta. Ni que necesariamente estés en el error, como tampoco tienen por qué estarlo los demás”.
Esta última frase no tiene nada de relativista. De un lado, contesta a la falsa modestia del escepticismo, que lleva a dudar de la posibilidad de alcanzar cualquier verdad. En realidad, nada impide que tanto uno mismo como los demás podamos estar algunas veces en lo cierto. De otro, previene contra el fanatismo de quienes se creen siempre en posesión de la verdad: no hace falta ser relativista para reconocer que la comprensión de la verdad a menudo requiere ver las cosas desde diversos ángulos. [*]
De hecho, la búsqueda racional de la verdad puede ser un antídoto frente a la obstinación que hace de cada opinión un dogma incontestable. “Quien huye de la idolatría de poner sus opiniones por encima de la verdad querrá escuchar a personas que ven las cosas de forma diferente, para entender qué consideraciones –pruebas, razones, argumentos– les han llevado a un lugar diferente del que, de momento, se encuentra uno”.
Justo lo contrario de lo que hacen los estudiantes y profesores que piden boicotear a los conferenciantes cuyas ideas les desagradan. “Por supuesto que el derecho a protestar de forma pacífica –también en los campus– es sagrado. Pero antes de ejercer ese derecho, tendríamos que preguntarnos: ¿no sería mejor escuchar de forma respetuosa y tratar de aprender de un ponente del que discrepo? ¿No serviría mejor a la causa de la búsqueda de la verdad si entablara con esa persona un debate realmente civilizado?”.
Esta disposición a tomarse en serio a las personas con las que discrepamos –y no la indiferencia relativista– es lo que “nos vacuna contra el dogmatismo y el pensamiento de grupo, tan tóxicos para la salud de nuestras comunidades académicas y para el funcionamiento de las democracias”, concluyen.
Notas
[*] Explico estas ideas en Pensamiento crítico: una actitud (UNIR Editorial, 2016), caps. 2 y 6.